POR UN PLATO DE LENTEJAS
Nunca se compró un país tan barato: esa impresión debió de producirles el acuerdo a quienes lo ajustaron por parte de Francia. Porque a cambio de la cesión de la Corona y de sus sacrosantos derechos al trono, la Familia Real española apenas recibió del Emperador de Francia algo más que un plato de lentejas. De ser dueños absolutos de uno de los mayores estados coloniales europeos, sus posesiones se vieron reducidas a un palacio en Compiègne y un castillo en Chambord, con la condición —¡faltaría más!— de que en aquellos recintos mantendría el Rey su tratamiento de Alteza Real. Además, el exmonarca percibiría la cantidad de 30 millones de reales como renta anual vitalicia. En cuanto a la reina, se le otorgaban dos millones de francos anuales en el caso de que el soberano falleciese antes que ella. A los infantes ni siquiera se les asignaba residencia propia; lo previsto era que fuesen alojados en el palacio que el duque de Benevento tenía en Valençay. Pero, a cambio, la largueza del Emperador les asignaba una renta de 400 000 francos al año para cada uno. Con esto se contentó la familia de Carlos IV y los testigos presentes en Bayona aún dijeron que habían partido alegres hacia sus respectivos destinos. Y ello concuerda con un detalle revelado por el mismo Napoleón: cuando un aventurero pagado por Inglaterra consiguió penetrar en el palacio de Valençay con el propósito de rescatar a Fernando y devolverle a España, fue el propio príncipe de Asturias quien denunció y entregó a su presunto salvador a las autoridades francesas.