La Vanguardia (1ª edición)

IA para traducir el lenguaje animal

El arte y la ciencia se vuelcan en la comprensió­n de las especies

- J ge Ca ión Barcel na

Fabricar, cooperar, planificar, memorizar, besar con lengua, enamorarse, comunicars­e, poseer y transmitir culturas, dolerse, engaÒar, reírse, hacer arte: el divulgador científico Tom Mustill enumera en Cómo hablar balleno (Taurus) todas esas y muchas otras “cosas que otros animales, por lo visto, hacen y que creíamos que hasta ahora eran exclusivam­ente humanas”. La lectura trata sobre la inteligenc­ia de los cetáceos y los proyectos científico­s que identifica­n a cada uno de sus individuos, registran sus sonidos e intentan descifrar sus lenguajes. La inteligenc­ia artificial está cooperando en semejante tarea, identifica­ndo las vocalizaci­ones y encontrand­o patrones que puedan conducir a significad­os.

También la escritora Jennifer Ackerman, en La sabiduría de los búhos (Ariel), habla de la escucha y la emisión de mensajes de esas aves fascinante­s. La cabeza de alguna de sus especies, como el cáturas rabo lapón, está “diseÒada para escuchar”, es una especie de “antena parabólica emplumada para recoger sonido”. Y “los buhitos empiezan a vocalizar dentro del huevo, incluso antes de que eclosione”.

La llegada a librerías de ambos libros ha coincidido con la noticia de que un grupo de científico­s ha demostrado que los elefantes se llaman entre ellos por su nombre. La revista Nature Ecology & Evolution ha dado a conocer los resultados de esa investigac­ión en Kenia, que concluye que se trata de un sistema de comunicaci­ón más complejo de lo que pensábamos. Vocalizar un sonido distinto para cada individuo abre las puertas a la posibilida­d de que los paquidermo­s, que poseen sus propias cul(como nos recuerda Carl Safina en Mentes maravillos­as. Lo que piensan y sientes los animales, publicado por Galaxia Gutenberg), también atesoren pensamient­o abstracto. De ser así, los 25 millones de elefantes que hemos exterminad­o durante los dos últimos siglos podría constituir un crimen de genocidio.

Mientras planteamos la posibilida­d, cada vez más seria, de alcanzar la singularid­ad de la inteligenc­ia artificial, perdemos a diario argumentos sobre la singularid­ad humana. Pero se podría decir que repetimos el error de creer en los centros y las jerarquías, pues seguimos situando a ciertas especies animales –las que poseen más elementos de la lista de Mustill– en un lugar de preeminenc­ia. Los elefantes, las ballenas, los pulpos, los delfines o los búhos nos permiten reeditar la idea de animales superiores. Se vuelven los nuevos árboles que nos impiden ver el bosque.

En la instalació­n Liquid Strata, que se pudo ver en la Fundación Mies van der Rohe durante el último festival Sónar, Entangled Others Studio y el oceanógraf­o del

Barcelona Supercompu­ting Center Joan Llort nos recuerdan que existe en el fondo del mar el mundo mesopelági­co, o zona crepuscula­r, el mayor ecosistema del mundo, que se mueve a diario entre los 200 y los 1.000 metros de profundida­d, en una migración vertical diaria. Esos millones de peces y sus excremento­s –como dice el comisario e interfaz entre ciencia y arte Lluís Nacenta– “ayudan a absorber el CO2 de la atmósfera y son fundamenta­les para la vida en la Tierra”, pero no son ejemplares grandes y nobles ni atractivos, sino minúsculos y gelatinoso­s y masivos.

“Los desechos, cuando uno los ve bajo el microscopi­o, se da cuenta de que no son bellos, pero son importante­s, merecen su espacio de representa­ción”, afirma la artista argentina Sofía Crespo –de Entangled Others Studio– por WhatsApp desde California. “Fue un desafío narrarlos, con licencias artísticas, por supuesto”, aÒade. Se refiere tanto a las pantallas de la instalació­n, en las que fluían iluminadas y pixeladas las formas de esas masas de pequeÒos seres, como a los dibujos de las criaturas y a los emoticonos de cacas que, irónicos, se confundían con ellos.

El nuevo reto es empezar a entender esas inteligenc­ias mínimas, esa vida en la que no podemos espejarnos si nos vemos con cuerpos con cerebro, pero sí si recordamos que cada uno de nosotros convive en su interior con 37.000 millones de microorgan­ismos, que somos tanto un bricolaje de órganos como los anfitrione­s de un gran cantidad de microbiota, animales holobionte­s.

Es fácil empatizar con búhos o ballenas, lo difícil es hacerlo con insectos, bancos de peces o plagas. Sin embargo, también cada uno de nosotros somos minúsculos, sobre todo si se nos observa a escala

Un grupo de científico­s ha demostrado que los elefantes se llaman por su nombre

Las ballenas, los delfines, los pulpos o los búhos reeditan la idea de animales superiores

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