La Vanguardia (1ª edición)

Una tormenta de verano

- Llucia Ramis

TPodemos empeñarnos en reconstrui­r los diques, hacer casas y parkings en rieras, atraer más yates y aviones

odo vuelve a su sitio. El agua deja sedimentos allí donde se quitaron playas, engulle las artificial­es y destroza diques, recupera su curso pasando por encima de estructura­s que intentaban desviarla. Se lleva coches y terrazas, entra en las casas de la riera. Ocupa su lugar con una virulencia grandiosa y cíclica, espectacul­ar. En el mar, desintegra el llaüt de un pescador que salió a faenar desoyendo las alertas, hunde decenas de veleros alquilados por gente que no sabe navegar, o que disfruta del meneo y cree que un lobo de mar no se amedrenta junto a la costa y que un naufragio es una aventura; o que no tenía dónde atracar, dada la cantidad de barcos fondeados alrededor de las islas.

En la sierra de Tramuntana, los autocares turísticos siguen llegando a Sa Calobra por el Nus de sa Corbata, pese al temporal y la enorme cascada que cae desde las montaÒas. Todo el mundo hace fotos y vídeos del vendaval y las inundacion­es, esto no se ve cada día, aunque cada aÒo es m·s habitual. Mi tía porteÒa nos advirtió: cerrad bien persianas y puertas de la terraza, que luego no da tiempo. La creímos a medias. Vimos una humareda a lo lejos, pensamos si sería un incendio. Tres segundos después, la humareda estaba en Sa Bassa Nova, al otro lado del puerto. No era humo, sino tierra, polvo, agua, arena, levantados por un cap de fibló o un reventón. Lo grabamos con el móvil apenas dos segundos, y ya lo teníamos en casa. Ni entre tres podíamos aguantar la puerta. Golpes, silbidos, aullidos. Se rompió el toldo de un vecino. Luego fue como si nada hubiera pasado o todo hubiera pasado ya.

Los meteorólog­os insistían: no os confiéis, habr· m·s. Mostraban el radar. Recibían insultos en redes de impaciente­s que los llamaban catastrofi­stas y mentirosos, y exigían una inmediatez que los fenómenos clim·ticos no tienen. O sí, pero de repente, imprevisib­les, efectos nunca controlabl­es del todo. Cierta compaÒía aérea irlandesa que actúa con chulería e impunidad se quejaba de que los aeropuerto­s provocan injustific­adamente retrasos y cancelacio­nes, no hay para tanto, el cliente tiene m·s razón que el tiempo. El negacionis­mo, la superiorid­ad temeraria. Pensar en términos estrictame­nte económicos te hace perder la realidad de vista. Pero bueno, la cat·strofe también se monetiza.

Tras la tormenta, sopla un aire fresco, el cielo est· limpio, el asfalto levantado y lleno de fango. Huele a pino y a alcantaril­la, a alga y a tierra mojada. Bomberos y municipale­s retiran ramas rotas. Los vecinos achican agua de barcas y plantas bajas. Todo bajo la mirada de los turistas, en las terrazas de los hoteles.

Las playas naturales han crecido. Las artificial­es, desapareci­do. Los diques est·n semihundid­os. Podemos empeÒarnos en reconstrui­rlos, hacer casas y parkings en rieras, atraer m·s yates y aviones. Convertir la realidad en espect·culo para perderle el miedo, vivirla sin precaucion­es ni respeto, como una gran aventura. Podemos convencern­os de que solo es una tormenta de verano. Todo vuelve a su sitio.c

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