La Vanguardia (1ª edición)

No somos nada ni nadie

- Juan Carlos Olivares

Dämon. El funeral de Bergman ★★★★✩

Texto, dirección, escenograf­ía y vestuario: Angélica Liddell

Intérprete­s: David Abad, Ahimsa, Yuri Ananiev, Nicolas Chevallier, Guillaume Costanza, Electra Hallman, Elin Klinga, Angélica Liddell, Borja López, Sindo Puche, Daniel Richard, Joel Valois, Erika Hagberg

Lugar y fecha: Teatre Lliure, Grec’24 (20/ VII/2024)

Dämon es un funeral que empieza con The Chemical Brothers y acaba con Pet Shop Boys. El pudridero colectivo es un gran cubo rojo: el color del luto papal, de Gritos y susurros y Fanny y Alexander de Bergman, del café de Strindberg, del vestido de Angélica Liddell, transfigur­ada en diva. El primero en pisarlo es un enano hier·tico con la m·scara de la muerte y los últimos en abandonarl­o, la compañía bailando. Entrar·n y saldr·n en este espacio de “la muerte antes de la muerte” un papa de blanco vaticano de presencia perdida –como Joe Biden en el congreso demócrata–, trajeadas masculinid­ades (los hombres de negro de Liddell), desnudas vestales, ancianos de cuerpos rendidos, expuestos o púdicos, un hombre sangre ciego y un infante de ojos vendados. Y siempre Angélica, como nívea dama gótica, papisa del horror de la decrepitud y doliente novia enlutada.

Si en Vudú –su anterior y grandioso proyecto– dirigía el puntero rojo hacia sí misma, en estas exequias teatrales gira el arma de su terror existencia­l de nuevo hacia los otros. Un oficio de las tinieblas teñido de carmesí Corman que es un ejemplo de la visceralid­ad rom·ntica que practica infatigabl­e, de los abismos que la acechan y que ella generosame­nte comparte y anuncia como un profético y furioso apóstol nihilista. Esta vez usa a Ingmar Bergman como principal sustancia catalizado­ra, m·s metafísica que estética. Es sorprenden­te la cantidad de fantasmas que comparten, también el marcado desequilib­rio en su obra entre Tanatos y Eros. El deseo carnal es el gran ausente en el corpus de Liddell. Y de Bergman toma también el pavor al juicio ajeno y lo dirige hacia los que han hecho de ello su oficio: la crítica. Retoma el listado de afrentas que leyó en Aviñón, suma la réplica a la querella presentada por Stéphane Capron y despacha a la crítica española con la indiferenc­ia. Quiz· el mayor desprecio posible.

Porqué Liddell nunca es ajena al status quo. Sobre todo, conoce el sistema de poder francés, también el de la cultura. Sabiduría afilada de una exiliada.

Un espect·culo con menos elementos étnicos y mayor abertura a otros universos artísticos. Adem·s del omnipresen­te Bergman, sobrevuela­n los demonios de August Strindberg (en especial los que habitan El sueño), pero también asoman los cuerpos sacrificad­os de un Pasolini postrero y la belleza escatológi­ca de Romeo Castellucc­i. Es imposible no retraerse a los excremento­s sacralizad­os de la vejez de Sobre el concepto del hijo de Dios escuchando la homilía coprof·gica de Liddell. Es curioso cómo se expande el silencio del maestro italiano cuando se impone la imagen y la ferocidad expresioni­sta –m·s Goya que Ensor– cuando impera la literatura de Liddell. Una soberbia y conocida hipérbole para ahuyentar otra vez la parca del tiempo (otra manera de decir teatro).c

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