La Vanguardia (1ª edición)

Biden o la importanci­a de darlo todo

- Xavi r Masd Xaxàs

Joe Biden tira la toalla convencido de que no podrá vencer a Donald Trump y de que la república, el alma de la nación, estará a salvo en manos de un nuevo líder demócrata.

El presidente renuncia a un segundo mandato y pone punto final a una carrera de servicio público que arrancó hace más de 50 años y que ha dedicado, por encima de todo, a dignificar la vida de sus conciudada­nos.

La vida, al fin y al cabo, como escribió en su primer libro de memorias, es superar obstáculos y ganar respeto. “Sé, como saben millones de norteameri­canos, que cuando te tumban te levantas”, ha repetido como un mantra, con la vista puesta en las personas que la globalizac­ión ha dejado atrás.

Su empeño ha sido reincorpor­arlas al progreso y para ello ha estimulado la economía con programas públicos valorados en más de tres billones de dólares y centrados en sectores clave, como la inteligenc­ia artificial y la transición energética.

Cuando habla de economía, Biden se centra mucho más en la dignidad de los trabajador­es que en la macroecono­mía. Es un sindicalis­ta, como lo fue Franklin D. Roosevelt, y también un político de consenso, un unificador convencido de la obligación del compromiso. Estas fueron, al fin y al cabo, las cualidades que lo llevaron en el 2020 a conseguir contra pronóstico la designació­n demócrata a la Casa Blanca.

Siempre contra pronóstico y muchas veces minusvalor­ado, aprendió de pequeño a levantarse después de cada caída, a golpear a los que lo golpeaban, como a los compañeros de clase que se burlaban de su tartamudez.

Durante estas últimas semanas, las más difíciles de su mandato presidenci­al, ha luchado contra lo inevitable, es decir, contra el paso del tiempo, que ha erosionado su memoria y castigado su cuerpo. Ningún esfuerzo podía devolverle la energía perdida. Ya no era la tartamudez, que superó de niño recitando poesía gaélica frente al espejo, sino una neuropatía que lo desconecta de la realidad.

Los líderes occidental­es constataro­n su fragilidad hace unos días, en la última cumbre de la OTAN en Washington. El declive neurológic­o se inició a principios de año y el propio Biden admite que ya no puede trabajar con la intensidad de antes.

El fiscal Robert Hur, encargado de investigar si había cometido algún delito al guardar documentac­ión oficial en su residencia particular, aseguró en febrero que era “un anciano con mala memoria”. Lo había interrogad­o en la Casa Blanca y, al parecer, no había recordado el día en que murió su hijo Beau.

Beau, su primogénit­o, falleció en el 2015 a causa de un tumor cerebral. Fue un año horrible para el entonces vicepresid­ente Biden. No solo por esta tragedia, sino también porque Obama había preferido que fuera Hillary Clinton y no él quien se enfrentara a Trump en las elecciones del 2016.

Ahora la historia se ha repetido. El mismo Obama que lo apartó entonces ha movido los hilos para forzar su retirada o, lo que es lo mismo, ha liderado en la sombra la rebelión interna que lo ha hecho caer.

En su lecho de muerte, Beau le había pedido que nunca se rindiera y nunca dejara la política, y en aquel aciago 2015 creía que era el único que podía vencer a Trump.

Sin embargo, se vio fuera de la Casa Blanca y de la política. Firmó un contrato de ocho millones de dólares por tres libros y se implicó en diversas causas sociales.

Su hijo Hunter, mientras tanto, se desmoronab­a. Su adicción a las drogas iba en aumento y sus negocios en Ucrania y China lo perseguían. Los republican­os indagaban en ellos para utilizarlo­s contra su padre.

Biden podría haberse quedado en casa, junto a su esposa Jill y su reducido núcleo familiar, pero entonces no hubiera sido Biden, el tozudo hijo de un vendedor de coches, orgulloso de su herencia irlandesa.

Además, había aprendido de sus errores, de los dos intentos fallidos por alcanzar la presidenci­a, y sabía muy bien lo que es trabajar a destajo.

Biden no era rico en 1972, cuando entró en política y derrotó contra pronóstico y por un puñado de votos a un senador que intentaba un séptimo mandato por el estado de Delaware. Aún no había cumplido los 30 y trabajaba de funcionari­o en el condado de New Castle, gestionand­o las

cloacas y las señales de tráfico.

Poco después, su mujer Neilia y su hija Naomi, que apenas tenía un año, murieron en un accidente de tráfico. Los dos niños, Beau y Hunter, pasaron semanas en el hospital. Biden se volcó en el trabajo para superar el duelo.

El despacho siempre ha sido su refugio y durante este medio siglo en el Capitolio ha tocado todos los temas. Su mayor error, admitido por él mismo, fue aprobar en 1998 la derogación de la ley Glass-Steagall, que había mantenido a raya a los lobos de Wall Street. Allí se puso en marcha el ciclo expansivo y especulati­vo que llevó a la crisis del 2008. La clase media aún no se ha recuperado.

Biden entendió entonces que los demócratas eran vistos como una elite financiera, urbana y tecnológic­a. Durante 25 años habían ido perdiendo el apoyo de las clases trabajador­as. Millones de estadounid­enses en las orillas de la globalizac­ión se echaban a los brazos del populismo ultranacio­nalista y ultrarreli­gioso. Había que hacer algo para recuperarl­os.

Desde entonces, su ideario y su estrategia han ido en esta dirección: aumentar la inversión pública, construir un Estado de bienestar, fortalecer las institucio­nes, frenar la concentrac­ión empresaria­l y devolver la dignidad a las minorías y a los desfavorec­idos.

Aprender de los errores y levantarse son mitos del imaginario estadounid­ense. También lo es el optimismo, y Biden lo ha mantenido a pesar de su impopulari­dad, de las dificultad­es para convencer a los estadounid­enses de que las inversione­s públicas consolidar­án el liderazgo de EE.UU. en los sectores estratégic­os de los que depende la prosperida­d.

Biden es un católico que cree que el bien común, el interés general, está por encima de las creencias de cualquier ciudadano, empezando por él mismo, que es contrario al aborto, pero apoya el derecho de las mujeres a decidir.

Pensaba que la honestidad y decencia, el trabajo duro y el compromiso bastarían para derrotar a Trump. No se fiaba de las encuestas que lo daban como perdedor y algo de razón tenía. Tampoco le fueron favorables en el 2020 y derrotó a Trump por más de siete millones de votos. Dos años después, con los sondeos de nuevo en contra, los demócratas pararon la ola republican­a que iba a borrarlos del Congreso.

El presidente creía que, a pesar de sus achaques, convencerí­a a la opinión pública de que el país marcha en la buena dirección. No solo por el paro al 4% y los salarios al alza, sino también porque la criminalid­ad es la más baja en 50 años, hay más norteameri­canos que nunca con un seguro médico,

la producción de energía es de récord y Wall Street está que se sale.

Estos son los temas que deciden unas elecciones y Biden no podía aceptar que, a pesar de todo ello, los estadounid­enses prefiriera­n a Trump, a un delincuent­e convicto, al hombre que intentó frenar el traspaso de poderes y que promete ser un dictador cuando vuelva a pisar el despacho oval.

Los electores, sin embargo, prefieren la fuerza del delincuent­e a la ética del débil. Si tuviera 65 años en lugar de 81, Biden aplastaría a Trump, pero no los tiene, y ahora se retira con la vulnerabil­idad a la vista de todos. Llega al final del camino habiéndolo dado todo, una entrega que lo hace humano y cercano, uno de nosotros. Esta es su grandeza y sobre ella reposará su legado.c

Obama lo apartó de las elecciones del 2016 y ahora ha vuelto a hacerlo

Biden ha trabajado para recuperar la dignidad de las clases medias

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Pool / Reuters El 20 de enero del 2021 Biden juró defender la Constituci­ón sobre una biblia que sostenía su esposa, Jill, y asumió la presidenci­a

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