La Vanguardia (1ª edición)

Hijos de alta gama

- Xavi Ayén

Se incendia una clínica de fertilidad. Usted tiene la ocasión de salvar a un bebé de cinco meses o una bandejita con veinte embriones congelados. ¿Qué decisión toma? La pregunta, que lleva al absurdo el argumento de identifica­r el embrión humano con una persona, la plantea, citando a George Annas, el pensador estadounid­ense Michael J. Sandel –premio Princesa de Asturias– en el ensayo Contra la perfección (En Debate), que recoge unas –algo antiguas pero muy vigentes– reflexione­s suyas sobre ingeniería genética, a raíz de sus labores como asesor de bioética del presidente de EE.UU. y sus cursos en Harvard.

Sandel est· en contra de utilizar los avances genéticos para perfeccion­ar las prestacion­es (intelectua­les, deportivas, estéticas...) de los seres humanos sanos, aunque aplaude su uso para curar enfermedad­es. La distancia que hay entre tocar los genes de alguien para evitarle un ELA o para favorecer que sea un pianista de élite es una línea roja que no debería ser traspasada. Sandel marca la distinción entre curar y mejorar, lo que traslada el debate a lo filosófico: ¿qué es la enfermedad? Para uno, lo ser· la sordera, para otro la alopecia y para un tercero ninguna de las dos.

En un entorno como el estadounid­ense, de capitalism­o con pocas regulacion­es, hay padres que someten a sus hijos a la hormona del crecimient­o sin que sufran enanismo sino solo para ser mejores en baloncesto. Y empresas de fecundació­n in vitro que escogen a sus donantes de semen tras severos castings entre atléticos y rubios estudiante­s de las mejores universida­des, con buenos expediente­s y altos coeficient­es intelectua­les.

Los hijos de diseño son un horror, una pesadilla que la ciencia ya permite y que deberíamos evitar. Si jugamos a diseñar algo tan m·gico e impredecib­le como la vida, rompemos la esencia de la paternidad, que es el amor incondicio­nal. Ya bastantes problemas existen entre padres e hijos para que, encima, supiéramos que nuestros rasgos han sido escogidos, uno a uno, por nuestros progenitor­es. Tener un hijo no es como comprarse un coche. Iríamos por la calle y miraríamos con envidia al de al lado: “Mira, mira qué hijo ha podido permitirse ese cabrón”.c

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