Adiós al escultor más gigantesco
Richard Serra fallece a los 85 años dejando un legado monumental
Hacer escultura es un compromiso para toda la vida”. Richard Serra, que murió el martes a los 85 años a causa de una neumonía, mantuvo su promesa hasta el final e incluso cuando las fuerzas le flaquearon y abandonó sus monumentales esculturas, cada vez m·s poderosas y siempre al límite de lo posible, se volcó en el dibujo, actividad que le acompañaba desde sus inicios y a la que acudía siembre en busca de inspiración.
El célebre crítico de arte Robert Hughes lo había coronado como “el mejor escultor del siglo XXI”, y sus obras, por las que hay que caminar a través o alrededor de ellas, se encuentran en numerosas colecciones y museos de todo el mundo. Esculturas que Serra bajó del pedestal y donde el espectador deja de ser un elemento pasivo y se convierte en sujeto activo, haciéndonos conscientes de dónde estamos y cómo nuestras sensaciones cambian a medida que nos movemos.
Una de sus obras m·s aclamadas, y de la que el escultor se sentía especialmente orgulloso, es La materia del tiempo (2005), creada especialmente para el Guggenheim Bilbao, un laberinto circular de 1.034 toneladas formado por placas curvas e inclinadas de acero corten, que se ha convertido en un icono del museo, a la altura de la arquitectura de Frank Gehry, de quien Serra pensaba que no hacía edificios escultóricos, sino “diseño de decorados, adorno”.
De una gran fuerza intelectual y profundas convicciones, nunca dejaba de decir lo que pensaba, aunque eso no le hacía ganar amigos precisamente. Su padre, un mallorquín que había emigrado a Estados Unidos, donde se casó con una joven de la zona rusa de Odessa, la actual Ucrania, trabajó como instalador de tuberías en un astillero de San Francisco y después de la guerra fue capataz de una f·brica de dulces. Serra recordaba que aquellas visitas a los astilleros cuando era niño le cambiarían la vida. Primero quiso ser pintor, pero desistió al ver a Vel·zquez en el Prado. “Cuando vi Las meninas pensé que no había posibilidad de acercarme a eso. El espectador en relación con el espacio, el pintor incluido en el cuadro, la maestría con la que podía pasar de un pasaje abstracto a una figura o un perro... Eso pr·cticamente me detuvo. Cézanne no me había detenido, De Kooning o Pollock no me habían detenido, pero Vel·zquez parecía algo m·s importante con lo que lidiar. Eso clavó el ataúd de la pintura. Cuando regresé a Florencia, tomé todo lo que tenía y lo tiré al Arno. Pensé que sería mejor empezar desde cero, así que me puse a jugar con palos, piedras, alambres, jaulas y animales vivos y de peluche”, le explicó a Calvin Tomkins en The New Yorker.
Después de aquella aventura europea, donde realizó visitas casi diarias al estudio reconstruido de Constantin Brancusi en París, Serra se instaló definitivamente en Nueva York. Llamó la atención por primera vez en 1968 en la galería de Leo Castelli con sus películas y con una pieza en la que arrojó plomo derretido a la pared. Pero lo mejor estaba por venir. Lideró lo que sería la gran revolución estética que, en los años setenta, redefinió qué era la escultura. Ya no se trataba de ofrecer objetos para la contemplación (como lo hicieron
Quería ser pintor, pero la visión de Velázquez lo detuvo: “‘Las meninas’ clavaron el ataúd de la pintura”