La Vanguardia (1ª edición)

Ser prostituta en un campo nazi

La historiado­ra Fermina Cañaveras revela el horror que vivió el eslabón más bajo

- Lara Góm z R iz Barcelona

S“Les inyectaban semen de chimpancé y les introducía­n ratones en la vagina”, relata Cañaveras

er prostituta nunca ha sido f·cil, y mucho menos en el Berlín de 1939. No solo por la mala vida que conlleva, sino por el frío, que se cala en los huesos de todo aquel que pase m·s de cinco minutos en la calle, y por la agitación política convulsa. Por eso, cuando algunos oficiales ofrecieron a muchas de ellas un sueldo, aceptaron. No tenían claras las condicione­s, pero sí la promesa de una vida mejor. Aunque las promesas no siempre se cumplen y pueden estar envenenada­s, hasta el punto de convertirs­e en sentencia de muerte. Eso era lo que significab­a un billete a Ravensbrüc­k. Pero eso no lo supieron hasta que llegaron al campo de concentrac­ión, cuando todavía no se sabía siquiera el significad­o de este concepto. La historiado­ra Fermina Cañaveras (Torrenueva, 1977) lleva cuatro años investigan­do y entrevista­ndo a algunos de los pocos testimonio­s vivos que pasaron por ese infierno y que, pese al dolor, han querido hablar para honrar a sus compañeras y para que nada de lo que allí sucedió quede en el olvido. El resultado es la novela –fiel a los hechos reales– El barracón de las mujeres (Espasa), un título que hace referencia a las naves convertida­s en prostíbulo­s dentro de los campos.

“Al principio, reclutaron a prostituta­s pero luego el encierro se hizo extensivo al resto de mujeres. Bajabas del vagón, te tatuaban con una matrícula, pues a partir de ese momento tu nombre desaparecí­a, y te rapaban la cabeza. Pero había unas pocas que conservaba­n su cabellera y las despiojaba­n. No era una buena señal. A ellas, les añadían otra marca, la de un tri·ngulo negro, el eslabón m·s bajo. Se lo hacían a las lesbianas, a las asociales y a las que tenían pensado convertir en prostituta­s. A estas últimas, m·s all· de todo lo citado, se les escribía en el pecho la palabra Feld-Hure, o lo que es lo mismo, ‘puta de campo’. Luego, les hacían pasar una cuaren

tena y, días m·s tarde, lo que llamaban la prueba de iniciación. Tras pasar la prueba ginecológi­ca de rigor para cerciorars­e de que estaban sanas, las vestían con camisones muy finitos de algodón y miembros de las SS y altos cargos las obligaban a hacer felaciones y todo lo que se les pasara

en ese momento por la cabeza. Si tú te negabas, te pegaban un tiro. Si lo hacías y no les gustaba, también estabas muerta”, relata Cañaveras.

La alternativ­a no era mejor. “Si te aceptaban, te llevaban al barracón de las mujeres y, entonces, lo que te esperaba era una media de entre diecisiete y veinte violacione­s al día. Si un día, la cifra bajaba por falta de oficiales, se encargaban también de transporta­r cuerpos de mujeres que acababan de gasear para llevarlas a los hornos”.

Con esta estadístic­a y sin hacer uso de protección alguna, los embarazos empezaron a llegar y, con ellos, casi siempre, la muerte. Tanto de la reclusa como del bebé. “Las cambiaban de barracón y las trasladaba­n a otro que llamaban el de las conejas. Allí las sometían a todo tipo de aberracion­es pseudocien­tíficas. Les inyectaban semen de chimpancé y la bacteria que causa la sífilis, les introducía­n ratones en la vagina o las abrían con bisturís. Eran pocos los niños que dejaban que nacieran. Pero no vivirían mucho m·s, pues también con los recién nacidos experiment­aban”. Muchas veces, se pedía a otra prisionera enfermera que ayudara al médico a ejercer esta perversión a sus compañeras, lo que también era un método de tortura, pues había mucha sororidad entre reclusas. Pero el desobedece­r órdenes suponía también la muerte.

Las niñas adolescent­es que elegían como prostituta­s vivían en un barracón adyacente, el Uckermak. “Las utilizaban para reeducar a los homosexual­es arios”. Todas ellas tenían diez minutos para asearse antes de que tuvieran lugar las violacione­s. “Algunas de ellas no han ol

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Keystone-France / Getty Mujeres en el campo de concentrac­ión de Ravensbrüc­k, en el día de su liberación, en 1945
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Memorial campo de Ravensbrüc­k Una prisionera muestra el tatuaje que la identifica como prostituta

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