Ser prostituta en un campo nazi
La historiadora Fermina Cañaveras revela el horror que vivió el eslabón más bajo
S“Les inyectaban semen de chimpancé y les introducían ratones en la vagina”, relata Cañaveras
er prostituta nunca ha sido f·cil, y mucho menos en el Berlín de 1939. No solo por la mala vida que conlleva, sino por el frío, que se cala en los huesos de todo aquel que pase m·s de cinco minutos en la calle, y por la agitación política convulsa. Por eso, cuando algunos oficiales ofrecieron a muchas de ellas un sueldo, aceptaron. No tenían claras las condiciones, pero sí la promesa de una vida mejor. Aunque las promesas no siempre se cumplen y pueden estar envenenadas, hasta el punto de convertirse en sentencia de muerte. Eso era lo que significaba un billete a Ravensbrück. Pero eso no lo supieron hasta que llegaron al campo de concentración, cuando todavía no se sabía siquiera el significado de este concepto. La historiadora Fermina Cañaveras (Torrenueva, 1977) lleva cuatro años investigando y entrevistando a algunos de los pocos testimonios vivos que pasaron por ese infierno y que, pese al dolor, han querido hablar para honrar a sus compañeras y para que nada de lo que allí sucedió quede en el olvido. El resultado es la novela –fiel a los hechos reales– El barracón de las mujeres (Espasa), un título que hace referencia a las naves convertidas en prostíbulos dentro de los campos.
“Al principio, reclutaron a prostitutas pero luego el encierro se hizo extensivo al resto de mujeres. Bajabas del vagón, te tatuaban con una matrícula, pues a partir de ese momento tu nombre desaparecía, y te rapaban la cabeza. Pero había unas pocas que conservaban su cabellera y las despiojaban. No era una buena señal. A ellas, les añadían otra marca, la de un tri·ngulo negro, el eslabón m·s bajo. Se lo hacían a las lesbianas, a las asociales y a las que tenían pensado convertir en prostitutas. A estas últimas, m·s all· de todo lo citado, se les escribía en el pecho la palabra Feld-Hure, o lo que es lo mismo, ‘puta de campo’. Luego, les hacían pasar una cuaren
tena y, días m·s tarde, lo que llamaban la prueba de iniciación. Tras pasar la prueba ginecológica de rigor para cerciorarse de que estaban sanas, las vestían con camisones muy finitos de algodón y miembros de las SS y altos cargos las obligaban a hacer felaciones y todo lo que se les pasara
en ese momento por la cabeza. Si tú te negabas, te pegaban un tiro. Si lo hacías y no les gustaba, también estabas muerta”, relata Cañaveras.
La alternativa no era mejor. “Si te aceptaban, te llevaban al barracón de las mujeres y, entonces, lo que te esperaba era una media de entre diecisiete y veinte violaciones al día. Si un día, la cifra bajaba por falta de oficiales, se encargaban también de transportar cuerpos de mujeres que acababan de gasear para llevarlas a los hornos”.
Con esta estadística y sin hacer uso de protección alguna, los embarazos empezaron a llegar y, con ellos, casi siempre, la muerte. Tanto de la reclusa como del bebé. “Las cambiaban de barracón y las trasladaban a otro que llamaban el de las conejas. Allí las sometían a todo tipo de aberraciones pseudocientíficas. Les inyectaban semen de chimpancé y la bacteria que causa la sífilis, les introducían ratones en la vagina o las abrían con bisturís. Eran pocos los niños que dejaban que nacieran. Pero no vivirían mucho m·s, pues también con los recién nacidos experimentaban”. Muchas veces, se pedía a otra prisionera enfermera que ayudara al médico a ejercer esta perversión a sus compañeras, lo que también era un método de tortura, pues había mucha sororidad entre reclusas. Pero el desobedecer órdenes suponía también la muerte.
Las niñas adolescentes que elegían como prostitutas vivían en un barracón adyacente, el Uckermak. “Las utilizaban para reeducar a los homosexuales arios”. Todas ellas tenían diez minutos para asearse antes de que tuvieran lugar las violaciones. “Algunas de ellas no han ol