La Razón (Nacional)

Desembarco aliado en Sicilia

- Jorge Vilches. MADRID

Lucky Luciano, jefe de la Cosa Nostra, estaba en una prisión americana pero llegó a un acuerdo de colaboraci­ón para apoyar la invasión

PattonPatt­on y Montgomery se odiaban como solo dos anglosajon­es saben hacer. La planificac­ión de la invasión de Italia en aquel verano de 1943 estaba resultando insoportab­le, como si fueran un matrimonio atrapado en la sala de espera de un mediador. Para molestar al otro, el british levantaba el dedo corazón al tomar el té, y el yanqui respondía escupiendo tabaco a sus pies. Monty, como le llamaba su madre para merendar, era un tipo delgado, con una nariz grande que descansaba en un bigote canoso. Lo primero que se calzaba por las mañanas era su gorra con la insignia de mariscal, y luego pedía té con una nube de leche y dos huevos duros. Todavía le quedaba arena del desierto africano en las botas, cuando derrotó a Rommel en El Alamein. Patton era de California. No se andaba con bromas, por eso le llamaban «Old blood and guts», algo así como «El viejo sangre y agallas», o, como decían los ahorradore­s, «El viejo». De pequeño persiguió a Pancho Villa, y después, cuando empezó a afeitarse fue herido en la Francia de 1918. Monty le recordaba que Rommel derrotó a los norteameri­canos en Kasserine, y que si no llega a ser por sus hombres, «another one bites the dust».

«Atacar, atacar y atacar», dijo Patton mientras su brillante casco se tambaleaba sobre el plano de Sicilia. Monty suspiró. Había oído eso más veces que el disco de Glenn Miller o, ya puestos, que la maldita «Lili Marleen». «Podían hacer la canción del verano con esas tres palabras», pensó el inglés. «No, querido. Lo mejor es avanzar despacio para no perder vidas – dijo–. ‘‘Soldier lives matter’’, Patton».

Un ayudante irrumpió en la sala y anunció una visita. Se trataba de un hombre de confianza de Lucky Luciano, jefe de la Cosa Nostra, la mafia siciliana. El capo estaba en una prisión norteameri­cana, pero había llegado a un acuerdo de colaboraci­ón con el Gobierno. «Buona sera, cavalieri», dijo el mafioso quitándose la gorra. «¿En-ti-ende-mi-i-dio-ma?», preguntó Patton alzando la voz. El italiano asintió. Monty dijo que la retaguardi­a del avance sería vigilada por la Cosa Nostra, pero el norteameri­cano torció el gesto. «No hacen falta y no me fío de ellos. Son delincuent­es», soltó. «Es un acuerdo de su Gobierno», recordó Monty. Así fue. El matón Vito Genovese se ocuparía de liquidar a los fascistas que quedaran rezagados y en mantener, digamos, «el orden». «Non preoccupar­ti. Quien pierde el honor nunca encontrará a nadie», aseguró el mafioso, que se despidió con la cabeza, giró sobre sus talones y desapareci­ó.

El gran día

«Vamos a repasar», pidió Monty. Se pusieron a contar. Tenían 160.000 hombres procedente­s de Estados Unidos, Reino Unido y Canadá. «¿Vehículos? 14.000. Espero que no nos quedemos sin combustibl­e, porque después de echar a Mussolini quiero llegar a Berlín antes que los rojos», soltó Patton. «Además –siguió Monty como si no hubiera oído nada–, contamos con 3.500 aviones y más de 2.500 barcos, incluidos dos portaavion­es, seis acorazados y 128 destructor­es». «Es el mayor desembarco de la guerra –apuntó el inglés–, digno de un gran militar». Patton, mosqueado por la petulancia, preguntó si podía decir cuáles eran los tres mejores generales de la historia. Monty se puso la mano en el pecho y afirmó: «Los otros dos son Alejandro Magno y Napoleón». Los dos jefes se acercaron hasta que sus narices casi parecían una sola. «¿Sabes lo que dice Eisenhower de ti? –preguntó Patton con una pausa dramática–. Pues que eres un psicópata. Y te diré algo más. Yo no mido el éxito de un hombre por lo alto que llega, sino por lo alto que rebota cuando toca fondo».

Monty lo miró con frialdad. En su pueblo decían que tenía asperger y que por eso no sabía relacionar­se. «La disciplina –empezó a decir– fortalece la mente para que se vuelva inmune a la influencia corrosiva del miedo». En ese momento pidió permiso para entrar un soldado llamado Audie Murphy. Acababa de cumplir 18 años. Por allí se decía que componía canciones country. No sabía que iba a ser el soldado norteameri­cano más condecorad­o de la historia. «Con permiso, mis generales», dijo el muchacho, y depositó una carpeta en la mesa. Al irse, Patton tomó el portafolio, retiró la cuerda, desdobló la hoja y leyó. «¿Qué dice?», preguntó el inglés. «Son unas líneas de Eisenhower. Dice que la invasión de Sicilia se llamará ‘‘Operación Husky’,’ y que el desembarco será el 9 de julio». «Pánfilo», musitó Monty. «¿Cómo has dicho?», inquirió encabritad­o el california­no. «San Pánfilo es el 9 de julio. Gran día para los aliados, y azaroso para Adolf y Benito». Así fue el mayor desembarco de la guerra, más que el día D. Por cierto, el 17 de agosto, Patton entró en Messina, un día antes que Monty.

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BIBLIOTECA DEL CONGRESO DE EE.UU Imagen de los soldados en plena invasión de Sicilia por parte del bando aliado, durante la Segunda Guerra Mundial

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