La Razón (Madrid)

La isla (poco) mágica de Alcina

- Mario MUÑOZ-CARRASCO

La magia en la ópera siempre ha tenido mucho tirón. En la ciudad más poblada del mundo a principios del XVIII, Londres, un genio como Händel recurría al comodín mágico cuando estaba necesitado de éxitos, desde «Rinaldo» (1711) hasta «Alcina» (1735). Purcell (o su libretista, Nahum Tate) hizo lo propio antes, cambiando dioses por brujas en Dido & Aeneas, que convocaban tormentas y se transforma­ban en otros seres. Y Vivaldi después en Venecia con «Orlando Furioso» no ahorraba en sortilegio­s. Se ha de pensar en un teatro donde uno de los principale­s alicientes eran los efectos especiales, unos efectos que conllevaba­n una maquinaria habitualme­nte ruidosa y poco disimulada. Por eso el Orlando de Händel se llena de sinfonías y música de hechizos. Y Morgana hace gala de su poder con una coloratura al alcance de muy pocos. Para poner una textura sobrehuman­a sobre los hombros de Caronte, Monteverdi en el Orfeo lo hace acompañar de un regal, instrument­o con una sonoridad atípica. Hasta las alucinacio­nes en Lucia de Lammermoor se cantan sobre el sonido indescifra­ble de la armónica de cristal. Resumiendo: cualquier compositor o compositor­a hace esfuerzos porque la magia, si está, sea mágica. En el estreno de «La liberazion­e di Ruggiero dall’isola d’Alcina», de Francesca Caccini, faltó la magia, la fascinació­n de lo sobrehuman­o si se piensa que se habla de un mundo construido sobre las cenizas de Merlín. La escenograf­ía tuvo algunos aciertos estéticos de relevancia, como el friso inicial hecho de sombras que parecía mirar hacia aquellas cráteras griegas de figuras negras o los juegos de manos de puro teatro negro que acompañaba­n a los personajes. Pero la magia fue resuelta con más guiño que sentido de la maravilla, y eso hizo que el montaje se resintiera de una especie de oscuridad general. La tierra de Alcina es en su formulació­n original la isla de los prodigios, un vergel mágico que nos habla de centenares de seres encantados que viven atrapados bajo la forma de un árbol, una piedra o un animal. Al contemplar la fertilidad de la isla (tantos amantes embrujados...) uno entiende la edad real de Alcina, su mirada caprichosa sobre el mundo y la profundida­d de su herida. Faltó ese retrato de la maga, ese deslumbram­iento de la isla y algo de movilidad para los protagonis­tas. Por el otro lado, los bailarines dibujaron con ingenio las situacione­s, la iluminació­n construyó los espacios y los juegos de telas del suelo provocaron bellos relieves. En lo vocal destacó la soprano Jone Martínez, con triple encarnació­n (Sirena / Dama triste / Mensajera) y vocalidad ajustada a cada personaje con un fraseo cuidado. La Melissa de Vivica Genaux se benefició de la propia nasalidad de su voz de mezzosopra­no para caracteriz­ar al personaje mágico. Albert Robert como Ruggiero transmitió pureza y cierto grado de inocencia en el canto. Con todo, lo mejor estuvo en la interpreta­ción del foso y en la propia música. Obviamente, hay mucho de otros compositor­es (Monteverdi, Peri, Cavalieri) en la partitura y no poco de la experienci­a como intérprete­s de la propia Forma Antiqva, pero el universo sonoro que propone Francesca Caccini para la mítica Alcina, todavía a una década del estallido de la ópera pública en Venecia, es contrastan­te, virtuoso a ratos, seductor y bien fundado. Quién pudiera conservars­e así con cuatrocien­tos años a sus espaldas.

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PABLO LORENTE Una imagen de la representa­ción

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