Dancemos alrededor del fuego
Pongámonos a danzar alrededor del fuego como si estuviéramos otra vez en ese tiempo, anterior a la civilización, de la vida en las cavernas. Las armas, madera y piedra, dispuestas para embestir o repeler a las bestias. Los cánticos tribales como alaridos en la noche con el fin de que la naturaleza se apiade de nosotros, leves mortales, y no nos devore.
El flamenco huele a eso. Es un vómito de dolor o un estornudo de dicha. He ahí un homínido que se desgarra enteramente al relatar un terremoto que empieza o un amor en parada cardíaca; la pérdida de un ser querido o la vida que hay que celebrar a cada instante porque se puede apagar de pronto y sin previo burofax, en lo que dura un parpadeo o un susto o la luz total de un relámpago.
Abre la boca Israel –nombre hebreo, planta de león calmo– y ves hombres con lanzas, mamuts, tigres dientes de sable. Porque su garganta es una gumía y sabe dónde ha de tocarte para dejarte tieso. No en vano aprendió a sumar y a restar y a leer con los libros de los colosos. Pues mientras los demás niños se obcecaban en patear una pelota, él, agazapado en el coche de su padre, perseguía canciones que le ponían la emoción al rojo vivo.
Lleva Israel a Rafael Farina, Porrina de Badajoz y a la Paquera incrustados en la nuca, y en cada gota de su sangre respiran Camarón, Paco, Lole y Manuel, Enrique. Y hubo un instante, llamémoslo epifanía, en el que aquel mozallón entendió que había llegado el momento de desasirse de los clásicos y supo cuál era el camino. Y entonces puso sobre la mesa su huella digital y dijo este soy yo, ahí tenéis mis credenciales, mis pupilas abiertas en canal.
Y vas y le pides a Diego del Morao que te asista, por Dios bendito, porque la fiebre te ha regalado estampas que deben ser esculpidas sin más demora, ya que al amor nítido no se le dice vuelva usted mañana. Y brotan así querencias y anhelos. Seguiriyas del desvelo y bulerías del reproche. Casi nada. Chicha de la
«Todo el arte del mundo cabe en cuatro minutos de éxtasis»
buena con la que darle sustancia al caldo del trajín diario, compadre. Pues a esta rueda inagotable le da a veces por demandarnos rocanrol sin aditivos y hay que contentarla.
Y desde esas latitudes hasta el purasangre que sangra pucheros y sartenes y no es ni príncipe ni rey y amenaza seriamente con ser silencio. Todo el arte del mundo cabe, fíjate lo que te digo, en cuatro minutos de éxtasis. Y si te concedieran un deseo, Israel de Toledo, no querrías palacios ni el peso de un elefante en monedas de oro, tan sólo ser como el río Riánsares, que lo ha visto todo y a todos y guarda en su memoria milenaria amaneceres que harían llorar al más dotado paisajista y ocasos igual de oscuros que la morada de Satán.
(Nos encontraremos cualquier viernes en lo profundo del monte, amor, como se encuentran el Jesús Nazareno y la Virgen de los Dolores. Y con tu todo y mi todo rendiremos culto a la vida mientras te canto «Cada vez que nos miramos» con la furia de nuestros antepasados primeros. Y danzaremos igual que dos locos magníficos alrededor de un fuego improvisado, salvaje, irrebatible).
Tu gran día es cada día, Israel, de eso ya os encargáis tú y tu corazón de ballena. Y si las circunstancias te obligan a rugir, ruges alto. Los cazadores de veras pueden cerrar los ojos, pero jamás duermen.