La Razón (Madrid)

Borges era un bluesman

- Javier Menéndez Flores

Sucedió que Jimmy se quedó sin crema de cacao y no se le ocurrió otra cosa que merendarse del tirón los mil y un discos de la Motown. Lo extraño fue que tras semejante festín se sintiera más ligero que nunca. Y así, casi levitando, se sentó al piano y cuando comenzó a cantar por poco se cae de la banqueta, porque lo que brotó de su garganta era el bramido de un hombre negro. Quizá por eso siempre se solidarizó con Obélix, ya que él también se sumergió en la marmita de los superpoder­es y aún hoy le duran los efectos. Qué profundos los colores y los olores cuando recorres el universo de Williamsbu­rg y qué párvula se ve la Gran Vía madrileña desde el puente de Queensboro, columna vertebral de tus sueños aunque eligiera el 59 en lugar del 69 para asentarse. Y si luego te calzas las botas de serpiente y te lanzas a hacer apnea por el Bronx es porque «niuyork», «beibi», será canalla o no será. Y vais rodando como cantos salvajes por el paseo de Pereda hacia la playa de los Peligros, con una pausa ineludible en Casa Lita, y quizá os escapéis después a la playa de los Molinucos, allí donde la extremeña indómita te hunde las manos en la cabellera y te susurra palabras cargadas de lava. Pues hay veces en las que el rocío puede llegar a abrasar. El blues y el soul te eligieron como confalonie­ro, Jimmy, y tú no los has defraudado jamás. Y la barca de Caronte no te condujo al Hades sino al barrio de San Telmo, donde el abrazo del tango y la furia reptil de los tambores del candombe hacen crepitar la piel y resecan el paladar. Así que ponme otra Bud y un chupito de Jack Daniel’s, brother, que ya se precipita la noche por mis venas y el escenario no debe esperar salvo si te estás muriendo. Y cantas el «Calling you» de Jevetta Steele como si te estuvieras arrancando un brazo, con esa ira propia de los ajustes de cuentas. Y si la madrugada se envalenton­a aún puedes improvisar el «Man in the mirror» en honor a Michael Jackson o quizá a Borges, el dios que más sabía acerca de la sintaxis ignota de los espejos. Pero es que Borges era un bluesman. El mejor de todos. El más hondo. El que veía más claro desde la absoluta oscuridad. Con su laberinto sin fin y su tigre de oro. Y con aquel mundo que ya no es mágico porque te han dejado, mi amigo, y resulta que una rosa te parte en dos y una guitarra cualquiera te asesina por la espalda, etcétera. Y no es necesario que le digas a Marcos Ricardo que el triángulo Kerouac, Ginsberg, Burroughs contraprog­ramó la cultura desde los márgenes ni que Artaud, con su ombligo en cielo de nadie y su dramaturgi­a cruel, reinventó la belleza del dolor, porque tu padre nació sabiendo todo eso y muchas cosas más.

Los que se van

Mi mundo es un atlas en el que caben apenas diez nombres de seres humanos y todos los licores que llevan etiqueta. Y os juro que sólo me he quitado la chistera una vez, en la tierra de Elvis/pelvis, pero vosotros no sabéis lo que es sujetar a la felicidad por los hombros y aguantarle la mirada durante treinta segundos exactos. Ay, Jimmy. Tan Dustin Hoffman, tan pequeño gran hombre. Una voz de gigante que habita una caracola del Sardinero. Ya sé, mamá, que contra Franco todo era más excitante, más real, más febril. Pero en la ribera del Manzanares, donde abundan los caimanes de salón, he visto el rostro del Mal y he tenido que decirle a Álex de la Iglesia que deje de joder con la pelota. Lo sé, me lo han enseñado los mejores libros. Que somos nuestras pérdidas irreparabl­es. Que somos nubes y mar y esa rosa en permanente cambio, jirones de olvido. Somos los que se van, claro, lo somos extremadam­ente. Pero todavía palpitamos como corazones emocionado­s. «Y esta canción se la quiero dedicar a…». Y así cada noche, Jimmy, tronco. Todas las noches. Siempre.

«Ay, Jimmi. Tan Dustin Hoffman, tan pequeño gran hombre»

«Te merendaste del tirón los mil y un discos de la Motown»

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