La lectura, que todo lo cura
Queda más o menos un tercio de verano, un mes. Son tres, si lo contamos de solsticio a equinoccio. Y en verano, junto a los ‘sanguüiches’ de nata, los amores con fecha de caducidad, el deporte estacional en la tele, el sano ejercicio de calarse en una cala y el coleccionismo de maravillosas ideas de apagafuegos (como llamar a un bar pirenaico El Ibón de Carlo: ahí lo dejo, gente emprendedora) se lee.
En ‘kindel’ o en ‘peipel’, da igual. No me vengan con romanticismos ni pragmatismos: la parmentier ayuda, pero la carne que está encima es más importante. Hay quien lee para lucirse cuando esa tertulia traidora (por espontánea, por malsina) le atrapa en una terraza cualquiera y alguien odioso se pone a bromear con Zweig mientras sonríe con media boca. Otros se lo ponen de tarea: no bastan once meses de agenda llena, también deben cumplir una meta en vacaciones. Un ensayo, quizá, y una novela. O poesía, ¿por qué no?
Están los que se aferran al libro para ser políticamente correctos al alejarse de la manada, libros antichupitos, anti-Tour, antijuegos de mesa. Otros lo hacen para desengancharse del móvil y leen mientras comprueban constantemente (en el móvil) cada referencia geográfica, histórica y ‘cultpopera’ que aparecen en la narración. No faltan quienes saben organizarse y llegan a todo: leen y también son los más guapos, amables y sensibles, bailan de cine, cocinan como Bocuse y cuesta odiarles, a pesar de todo. Quedan, claro, los que leen porque sumergirse en un libro mejora sus vidas.
Todos los objetivos están bien, el medio justifica el fin, como diría (léanlo silábicamente al revés) el tal Lovequiama. Leer es oxitocinar y serendipiar la vida. No se detengan aquí.