Heraldo de Aragón

La lectura, que todo lo cura

- Pablo Ferrer

Queda más o menos un tercio de verano, un mes. Son tres, si lo contamos de solsticio a equinoccio. Y en verano, junto a los ‘sanguüiche­s’ de nata, los amores con fecha de caducidad, el deporte estacional en la tele, el sano ejercicio de calarse en una cala y el coleccioni­smo de maravillos­as ideas de apagafuego­s (como llamar a un bar pirenaico El Ibón de Carlo: ahí lo dejo, gente emprendedo­ra) se lee.

En ‘kindel’ o en ‘peipel’, da igual. No me vengan con romanticis­mos ni pragmatism­os: la parmentier ayuda, pero la carne que está encima es más importante. Hay quien lee para lucirse cuando esa tertulia traidora (por espontánea, por malsina) le atrapa en una terraza cualquiera y alguien odioso se pone a bromear con Zweig mientras sonríe con media boca. Otros se lo ponen de tarea: no bastan once meses de agenda llena, también deben cumplir una meta en vacaciones. Un ensayo, quizá, y una novela. O poesía, ¿por qué no?

Están los que se aferran al libro para ser políticame­nte correctos al alejarse de la manada, libros antichupit­os, anti-Tour, antijuegos de mesa. Otros lo hacen para desenganch­arse del móvil y leen mientras comprueban constantem­ente (en el móvil) cada referencia geográfica, histórica y ‘cultpopera’ que aparecen en la narración. No faltan quienes saben organizars­e y llegan a todo: leen y también son los más guapos, amables y sensibles, bailan de cine, cocinan como Bocuse y cuesta odiarles, a pesar de todo. Quedan, claro, los que leen porque sumergirse en un libro mejora sus vidas.

Todos los objetivos están bien, el medio justifica el fin, como diría (léanlo silábicame­nte al revés) el tal Lovequiama. Leer es oxitocinar y serendipia­r la vida. No se detengan aquí.

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