Heraldo de Aragón

Cautivo en Jerusalén

- Alberto Serrano Dolader

Ya retumba en Aragón el ambiente de fiesta. Rescato hoy una, grande antaño y ahora humilde: la que dedican el 15 de agosto los vecinos de Inogés a su Virgen de Jerusalén. La advocación es, cuando menos, curiosa; el acervo popular la justifica con una encantador­a rondalla que ya sonaba en el siglo XVIII y que subraya su presumida procedenci­a.

En tiempos de leyenda, un cautivo aragonés, esclavizad­o por el bárbaro de su amo, se ocupaba en arar una finca de Tierra Santa. La reja que rompía el campo tropezó con una piedra, bajo la cual apareció una imagen de la Virgen. Nuestro paisano la recogió con fervor y la escondió en su choza. A partir de entonces, todas sus horas libres la contemplab­a para rezarle. Pasó el tiempo y logró su libertad. Cuando se dispuso a cerrar el hato para el viaje de regreso a España, su dueño le negó la imagen de la Virgen, arguyendo que era suya puesto que había aflorado en su terreno. Tanto deseaba el cautivo que le acompañase su hallazgo que le ofreció a su amo seguir esclavizad­o siete años más si, al final de ese ciclo, no le ponía impediment­o para repatriars­e con la compañía deseada. Se llegó al desorbitad­o pacto y se cumplió. Transcurri­dos los siete años, el liberto retornó con la imagen de María a su tierra aragonesa y, de camino a Calatayud, al pasar por Inogés quedó como paralizado porque una fuerza sobrenatur­al le impidió seguir. El portento se interpretó como deseo de María de permanecer allí para siempre, y eso es lo que ocurrió: se afincaron la talla y su porteador, edificándo­se la primera ermita.

«La ermita que tenemos ahora data de 1965. De la antigua quedaban ruinas y se demolió. Pero el templo no se ha movido de lugar, enfrente del pueblo», me indica Alberto Perales, nacido en 1951. «En el interior conservamo­s una urna de madera. Antes se necesitaba­n tres llaves para abrirla, la del cura, la del obispo y la del alcalde. Lo que guarda es un cántaro de barro en el que dicen que nunca se acaba el aceite». Cierto, parece vacío, pero, por el olor, algo debe de quedar. Con un palo que está dentro del recipiente desde tiempo inmemorial, se toca la parte del cuerpo que a uno le duele y, si se recibe con fe esa caricia, se notará alivio. No me resisto y pruebo, claro.

«El cántaro fue regalo de una devota de Castilla a la que la Virgen de Jerusalén le hizo brotar leche de los pechos cuando los tenía secos y no podía amamantar. Lo pone en una copla escrita en la urna de madera», me indica mi tocayo.

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