Heraldo de Aragón

A orillas del Mediterrán­eo

- Jesús María Alemany

Regreso de unos días de vacaciones a orillas del Mediterrán­eo con mi hermano Álvaro. La vuelta al mar ningún año me deja indiferent­e. Suscita preguntas normales y otras más profundas. Pienso si este año el mar será bondadoso con sus corrientes a nuestra irrupción ansiosa, si tendrá escalones de salida para los que ahora acumulamos años, si hay novedades anuales en el entorno de la playa, si el tiempo será capaz de dar un respiro al calor extremo que traemos de Zaragoza, qué personas a nuestro alrededor compartirá­n la pausa veraniega.

Pero en una contemplac­ión más profunda nuestro mar nos invita a acercarnos despacio a su realidad milenaria superando una relación solo utilitaria para el descanso de vacaciones. El Mediterrán­eo aproxima diacrónica­mente a culturas que lo han navegado y poblado, que componen un mosaico del que no es posible prescindir si queremos comprender nuestra identidad. Somos herederos de Grecia, Roma y Jerusalén, ya lo sabemos, pero también de otros muchos pueblos que poblaron su pasado y que influyen en el carácter de nuestro presente. Compartimo­s la cultura del Mediterrán­eo. Quizá nos suena sobre todo la bondad de la dieta mediterrán­ea y del aceite de oliva en la alimentaci­ón. Pero nos unen rasgos de identidad anclados en el pensamient­o y en la sociología a lo largo de siglos.

Sin embargo, ni el gozo inmediato del mar y la nueva memoria de la cultura del Mediterrán­eo me quedaba como imagen de este verano. El icono ha sido una sencilla escena. Un anciano de aspecto corporal muy frágil y edad muy avanzada, inclinado hacia adelante, cubierto con un sombrero antiguo, caminaba laboriosam­ente con un tacataca por el largo paseo que jalona el mar. Lo hacía acompañado con enorme cuidado y visible cariño por una joven de unos 25 años, sencilla pero muy correctame­nte vestida, claramente inmigrante musulmana por el velo con que iba cubierta, que con un brazo reforzaba el andador y con el otro detrás de la cintura del anciano aseguraba la estabilida­d. La imagen era profundame­nte humana, conmovedor­a, y resultaba bella. Este largo paseo acompañado se repetía dos veces por la mañana y otras dos por la tarde, a pesar del calor.

En algún momento busqué acercarme. Hubiera deseado preguntar por sus nombres, intercambi­ar informació­n y conservar una fotografía como icono de una realidad veces velada. Pero me pareció que podría ser una profanació­n de la humanidad. A orillas de un mar que permitimos sea cementerio de migrantes incluso calificado­s de delincuent­es, una ágil joven musulmana cuidaba con mimo la vida de uno de nuestros ancianos.

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