La identidad
Hace tan solo unos años, tener escrita en un cuaderno la rúbrica de alguien famoso era un hábito del que solían fardar los coleccionistas. Y si el personaje en cuestión, en lugar de firmarte en una libreta, te timbraba con esmero un talón al portador, eso era el acabose. Ahora ya solo se firman los cuadros y se dedican los libros, y casi nadie vive del arte, de modo que la compra de cuadros y de libros se reduce a la mínima expresión. La gente prefiere echarse unas cervezas en el bar o dejarse el sueldo en el súper. Y lo único que se lee ya en muchos sitios es el código de barras de los productos plastificados. Qué tiempos aquellos, cuando te llegaba al buzón una postal y podías repasar unas letras escritas a bolígrafo.
El agobiante proceso de la digitalización está consiguiendo que hasta los autógrafos caigan en desuso. De hecho, para adquirir un compromiso con alguien ya no es necesario dibujar un garabato en un papel. Ni siquiera hay que estar presente para sellar el asunto con el clásico apretón de manos, basta con tener instalado en tu móvil o en tu ordenador un certificado digital, así que es relativamente fácil asumir la identidad de otra persona. Solo hay que acceder a sus dispositivos, a veces incluso a distancia. O, como dicen ahora, de manera remota. Y si acaso te piden las contraseñas, saber buscarlas en un cajón. Llevamos tal lío con las contraseñas que las vamos apuntando en cualquier parte, de modo que es muy fácil poner una en vez de otra, trastabillarse con las teclas o acabar bloqueándote a ti mismo, es justo entonces cuando se alcanza el máximo grado de seguridad digital.
Ahora que una imagen vale más que mil palabras, y que un vídeo supongo que valdrá más de mil imágenes, la inteligencia artificial se cachondea de la realidad creando múltiples animaciones de la Gioconda. En una de ellas cobra vida de tal manera que podemos verla salir del cuadro con una lata en la mano y refrescando el gaznate a nuestra salud. Sabemos que un suceso de este calibre es imposible, pero nos maravilla contemplar el resultado de la magia digital. Nos encanta que nos engañen, sobre todo cuando sabemos que es un truco y lo único que se perjudica por unos instantes es nuestra percepción sensorial.
Pero la vida, a este ritmo, corre el riesgo de convertirse en una larga sucesión de efectos especiales. Tarde o temprano tendremos la impresión de que estamos inmersos en una película, de que los técnicos corretean a nuestro alrededor agitando una pantalla verde y que toda la existencia transcurre delante de un croma. Mucha gente ya lleva su propia banda sonora incorporada en las orejas y se fotografía a sí mismo sin descanso, como si fuera a morirse después de almorzar o alguien le estuviera pagando por llenar de vídeos las redes sociales. Nuestra identidad se difumina poco a poco entre tanta tontería, y mucho me temo que un mal día termine yéndose al garete.