El regreso del hombre de Waterloo, un sainete
Le cabe a Carles Puigdemont el ‘mérito’, si quieren los suyos reconocérselo, de haber sido el superefímero presidente de una fantasiosa república independiente de Cataluña. Apenas unos segundos aguantó en el cargo antes de salir huyendo para afincarse en Bélgica, donde lleva casi siete años.
Pero se da la paradoja de que ahora mismo el expresidente de la Generalitat y de la república manda más en España en su conjunto que particularmente en Cataluña. Al Gobierno español Puigdemont lo tiene bien pillado con esos siete diputados que, en virtud de la Constitución y las leyes de España,
le sirven para sostener o dejar caer a Pedro Sánchez. En cambio en Cataluña los resultados de las elecciones han privado a los separatistas de la posibilidad de formar gobierno autonómico por su cuenta. Por eso, y aunque el señor de Waterloo y sus compañeros de Junts hagan todas las alharacas que quieran, me parece que su regreso a España se representará más como un sainete que como un drama. La posibilidad de que su presencia en carne mortal –en forma de ectoplasma televisivo nunca ha estado ausente– en Barcelona frustre la investidura de Salvador Illa es remota. A lo más, y será poco probable, pudiera retrasarla. Y creo que, a estas alturas, los únicos que consideran su vuelta y su posible detención como un momento decisivo son sus propios partidarios, y más por animar el espectáculo político que porque realmente se lo crean.
A la mayoría de los españoles, después de que hemos visto cómo desde Waterloo toreaba al Gobierno de Sánchez y le ponía banderillas y rejones de castigo, verlo pasear libremente, como antes o después ocurrirá, por las calles de Barcelona ya nos dejará fríos. El mal que podía hacer ya lo ha hecho, porque se lo han puesto fácil quienes hubieran debido impedírselo. Ahora su retorno, más que un capítulo de la historia, servirá para escribir un nuevo episodio bufo de la ‘escopeta nacional’ del siglo XXI.