Las lágrimas
Ya no sé si es empatía o adicción al drama. El caso es que estos días de Juegos Olímpicos, lo que más me emociona –en realidad, lo paso fatal– es ver a esos atletas que se derrumban y rompen a llorar cuando quedan cuartos, cuando no cumplen con sus expectativas o cuando llegan a la meta desfondados tras un esfuerzo en vano.
Hay lágrimas de rabia, de impotencia y de haber estado trabajando muy duro cuatro años para que en apenas unos segundos el sueño se esfume. Me enternecieron las lágrimas de la tenista Sara Sorribes que estuvo a un tris de dar la sorpresa en la Philippe Chatrier. Tres cuartos de lo mismo sucedió con el piragüista Miquel Travé, que se quedó a las puertas de la gloria por un ínfimo error. «La cabeza bien alta, tienes un futuro brillante», le consolaban sus entrenadores, al tiempo que maldecían lo injusto que a veces es el deporte.
Un infinito dolor se desprende también de la reacción de la esgrimista Lucía Martín-Portugués, que no sólo rompió a llorar tras su derrota sino que fue durísima consigo misma: «¡Qué vergüenza! Venía a por medalla y he perdido en primera ronda», se repetía la joven, rota, evidenciando la exigencia y la crudeza de la competición. Eso sí, el oro de los desconsuelos más desgarradores que jamás he visto se lo lleva la judoka japonesa Uta Abe, que perdió, felicitó a su rival en el tatami y en su retirada cayó al suelo entre espeluznantes gritos de desesperación.
Los Juegos dan muchas alegrías, pero también son un fértil terreno para los dramas. Tan exacerbadas van las emociones que hasta el perrillo que han llevado las gimnastas americanas a modo de terapia ha hecho que se me escapara alguna lagrimilla. ¿Lo han visto? Se llama Beacon, es un Golden precioso y le encanta corretear por el tapiz.