María Teresa, la desterrada, siguió viviendo por «la ilusión lejana de España»
Rafael, enamorados y comprometidos con la república, pasan unos días en Ibiza. De repente, se acercan desde el mar «pájaros negros» que ocultan el sol y presagian el infierno. La pareja, significada políticamente, tiene el tiempo justo de escapar al monte antes de que les detenga la Guardia Civil. Cada noche Rafael le hace a María Teresa «un lecho de ramas amontonadas» donde es tan difícil dormir que pasan el tiempo hablando en la oscuridad y contemplando las estrellas. «Días felices. ¿Felices los días de la guerra? Los mejores de mi vida. Era una maravilla de fraternidad, de comunicación, hombres y mujeres que venían románticamente a morir por España».
María Teresa, la mujer soldado, la guerrillera que canta para sacudirse el miedo, la miliciana valiente de la cultura que participa en las Misiones Pedagógicas y en el teatro de guerrillas llevando la civilización y la cultura a pastores y campesinos, la mujer moderna y emancipada que lucha por un mundo mejor, más justo y libre, la mujer independiente y decidida en la que piensa el gobierno de la República cuando da la orden de evacuar el Museo del Prado y delega en sus manos diligentes el traslado de los cuadros a Valencia. La mujer de fe que no pudo imaginar el final hasta que supo de la muerte de don Antonio Machado.
Después, decepción y tristeza por la lucha inacabada, por tanta muerte y tanta pérdida, por los barcos que zarpan a destinos desconocidos, por todos esos ojos que deberán aprender a amar otras esquinas y otros árboles, por el tiempo humillado y detenido en el recuerdo. Después, las palabras como única morada contra el olvido. Y después, mucho después, la noche definitiva de la memoria.