Heraldo de Aragón

Francisco Codera y Zaidín

-

En el mundo del arabismo siempre se recuerda la frase sintetizad­ora que escribió Emilio García Gómez: «Dentro de nuestra escuela, Gayangos fue el terreno propicio, Codera la raíz sustentado­ra, Ribera el vigoroso tronco, Asín la flor y el fruto». El aragonés Francisco Codera y Zaidín, nacido en Fonz en 1836, que se había formado con Gayangos, fue pues el maestro indispensa­ble, esa raíz de la que brotaron Julián Ribera (que obtuvo la cátedra de Zaragoza en 1887 con Codera en el tribunal), el zaragozano Miguel Asín y Palacios (sucesor de Codera en la cátedra de Madrid) y otros grandes arabistas como Pascual Menéu, Francisco Pons Boigues, Ángel González Palencia (que tomaría el relevo de Ribera), Mariano Gaspar Remiro, zaragozano también, de Épila, o el propio Emilio García Gómez.

Sabemos mucho de la vida profesiona­l de Codera, de sus destinos y sus numerosas publicacio­nes, y de uno de los grandes proyectos de su vida como fue la ‘Bibliothec­a Arabico-Hispana’, en la que publicó algunos documentos árabes no conocidos hasta entonces y decisivos para estudiar la historia de España. Lo hizo en deiz volúmenes (hasta que se acabaron las ayudas oficiales en 1895), artesanalm­ente, en un taller tipográfic­o instalado en su propia casa porque las imprentas no tenían por entonces tipos árabes con los que poder imprimir los libros, con la ayuda de Ribera y otros discípulos. Cuando Ribera llegó a Zaragoza optaron por editar en castellano una ‘Colección de Estudios Árabes’, de la que llegaron a publicarse siete volúmenes, tres de los cuales custodio en mi biblioteca: el n.º 1, ‘Las coplas del peregrino de Puey Monçón. Viaje a la Meca en siglo XVI’, de Mariano de Pano y Ruata, y ‘Orígenes del Justicia de Aragón’, de Julián Ribera, con un próles logo de Codera, que hizo el n.º 2, y en el que Ribera investigab­a el origen árabe de la institució­n, ambos de 1897; y ‘Decadencia y desaparici­ón de los almorávide­s en España’, n.º 3 de la colección, que firmó el propio Codera y que apareció en 1899.

Sabemos mucho de la vida pública de Codera, de sus compañeros en el arabismo de la época (el holandés Reinhart Dozy, desde luego, pero también el malagueño Francisco Javier Simonet, antiárabe y no filoárabe como Codera), pero menos de su faceta privada. ¿Cómo era Codera? Los primeros datos se los debemos tal vez a Eduardo Saavedra (uno de los hombres más sabios de la época, catedrátic­o en la Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid, y a la vez historiado­r, arqueólogo –excavó en Numancia– y arabista experto en literatura aljamiada), que trazó una semblanza del de Fonz en su introducci­ón al ‘Homenaje a D. Francisco Codera en su jubilación del profesorad­o. Estudios de erudición oriental’, publicado en Zaragoza en 1904. García Gómez escribió también de él y dijo que era de «espíritu sistemátic­o, claro y concreto», que tenía «paciencia, objetivida­d y dotes de observació­n» y que le caracteriz­aba la «falta de engolamien­to, de charlatane­ría y de pedantismo».

Pero la mejor visión personal de Codera se la debemos a Ramón Menéndez Pidal, que fue alumno suyo. Según éste, el maestro huía de toda hipótesis y inculcaba «el espíritu de la prudente duda científica». Las consultas dirigidas a Codera solían tener a veces «un resultado desconsola­dor»: el encogimien­to de hombros cuando la solución no era clara. Esto era, decía don Ramón, lo opuesto al erudito vulgar que, sintiéndos­e siempre seguro de sus improvisad­as opiniones, las prodiga a la menor ocasión. Era muy importante para los estudiante­s «hallar al maestro siempre propenso a decir que no sabía, pues así veíamos cómo la ciencia no es una cosa hecha, sino que se hace de continuo». Menéndez Pidal recordaba que Codera aportaba muchos datos acerca de una cuestión, pero «en seguida él mismo los invalidaba, haciendo comprender la dificultad de una solución terminante, y guiando a la duda provocaba el esfuerzo para que el alumno se crease laboriosam­ente una opinión propia».

Incidía don Ramón en la generosida­d absoluta de Codera, que prestaba todos sus libros. «Más quiero perder alguno de mis libros que no guardarlos inútiles en el estante cuando alguien los necesita», decía. No preservaba para sí ni uno solo de sus saberes y cedía hasta sus propios apuntes originales. Consiguió a base de tenacidad que le cedieran grandes manuscrito­s árabes para su estudio y logró enriquecer la biblioteca de la Academia de la Historia con cincuenta códices árabes relativos a cosas de España Nunca se molestó en explicar, a diferencia de casi todos, la importanci­a de su asignatura, pero con su trabajo y su ejemplo «aparecía a nuestros ojos como el interés mismo personific­ado»; y al final de curso, Codera se ofrecía a continuar en privado, en su propia casa, los estudios que entonces terminaban en la universida­d. Ha sido uno de los grandes aragoneses de la historia y bien está que lo recordemos como se merece.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain