Heraldo de Aragón

Humillados por el colista

Morcillo, con un golazo de falta en el 96, castiga la improducti­vidad y la inoperanci­a de un decadente Zaragoza

- CHEMA R. BRAVO

ZARAGOZA. El Real Zaragoza de siempre: insustanci­al, impotente, incapaz, encogido, raquítico e inofensivo… Pero además agregó nuevas calamidade­s a su tarjeta de rendimient­o: desesperad­o, desconecta­do, pusilánime… Malos síntomas en un equipo que se atragantó contra un colista que dio más miedo, no mucho más, pero llevó más amenaza, como ese tiro de Morcillo al larguero en el tramo final que dejó al Zaragoza blanco, para humillarlo en la última jugada: un majestuoso tiro de falta que zurció la derrota aragonesa y puso La Romareda como un volcán de siete bocas.

El Amorebieta, paciente, ordenado, voluntario­so, desactivó por completo a los de Velázquez, un entrenador que ya es más problema que solución, quizá porque le sucede lo peor posible en la gestión de un equipo de fútbol: ni identifica ni reconoce los problemas de su equipo, defectos ya crónicos, irreparabl­es bajo este método. Así, el Zaragoza se hunde en la clasificac­ión poco a poco, incapaz de devolverse victorias para aspirar a aquello que las matemática­s le permiten, pero la realidad de su fútbol no. Un apunte: su dos jugadores más creativos, verticales y desbordant­es son sus centrales Francés y Mouriño. Una plantilla, por otro lado, desnortada, enloquecid­a por los vaivenes de Velázquez: hay futbolista­s que ya no se reconocerí­an ni ante el espejo.

Iván Azón fue el gran damnificad­o del plan de su entrenador: el Zaragoza, en realidad, solo cambió un nombre de su vergonzant­e derrota de hace dos semanas contra el Cartagena. Se fue el canterano al banquillo y entró Valera. Es decir, en un equipo de consabidos problemas ofensivos, la solución fue quitar al ‘9’, en lugar de rodearlo de mejor arsenal, de completarl­o con nuevas notas atacantes. El Amorebieta, por su parte, desmontó su habitual 5-4-1, pero con matices: defendiend­o en campo propio, Morcillo cerraba como carrilero; defendiend­o arriba, el equipo vasco formaba con un 4-42, lo mismo que con la pelota… Y por ahí le empezaron los dolores al Zaragoza: el Amorebieta, lejos de darle terreno y balón, le taponó por dentro, le ahogó la construcci­ón del juego y lo redujo a un equipo de rasgos conocidos: horizontal, desafilado, inofensivo, plomizo, previsible Apenas jugaba de cara… Intentó dominar desde la posesión, pero sin ideas ni intencione­s claras. Los visitantes, alternando las presiones, y atacando mucho la diagonal, parecían tener el mapa del partido más despejado.

La primera mitad siguió ese curso. El Zaragoza apenas remató, mientras el Amorebieta fue creciendo con el paso de los minutos. Mollejo, nada más empezar, expuso uno de los defectos que desnudan al Zaragoza: centró y nadie había para el remate más allá de Francho o Mesa. El dinámico delantero, así, era el encargado de centrar en lugar de rematar … Un buen boceto de este Zaragoza abstracto e incoherent­e pintado por Velázquez.Apenas Francho y Francés daban soluciones de carácter individual. El Zaragoza era una entidad paquidérmi­ca, pesada, condenada a jugar de cara, sin trazos de elaboració­n, ni producción de juego. Morcillo, encabezand­o cuatro acciones, se apoderó de la trama desde el sector izquierdo, pasando por encima de Zedaka. Primero un centro que Lluis López no dejó a Badía y Dorrío remató mal. Después, con un tiro de falta que blocó el portero zaragocist­a. Luego, con dos centros cerrados que lamieron el palo.

Antes del descanso, Francho se dolió de un golpe en la cadera. Le relevó, para la segunda mitad, Iván Azón. Un día más Velázquez le pegó una sacudida tremenda al plan de juego, borrando su propuesta inicial, desarmándo­la, y corrigiénd­ose a sí mismo: el Zaragoza trasladó a Valera de lado a lado, al extremo derecho, con Mollejo regresando a la izquierda, Azón en punta, un doble pivote, y Francés como lateral izquierdo, arrinconad­o, desaprovec­hado en unas funciones para las que cumple porque tiene el talento para ello, pero para la que el equipo debería tener otras soluciones. El equipo salió con diferente figura, pero mismo contenido. Nada de nada. Aproximaci­ones, pero sin veneno ni determinac­ión. Todo burbujas. Así, Velázquez sacó a Maikel Mesa efectista, condiciona­nte y solistay metió a Enrich para tratar de ganar cuerpo en la zona de remate. Antes, había salido Lasure por Edwards, un regreso celebrado y agradecido por La Romareda a uno de los suyos. El Amorebieta se asentó así ya con cinco defensas: esa malla metálica y el paso del tiempo iban a constituir­se en su dos armas esenciales.

El Zaragoza se perdió en su propio laberinto. Las prisas comenzaron a tomar las decisiones. La grada comenzaba a lanzar metralla contra Velázquez. El equipo era un retrato de la impotencia. Nadie inventaba, nadie se asociaba, nadie generaba… Un tiro de Toni Moya en un saque de falta apareció entre la nada.

El técnico movió más fichas en ese páramo en el que se transformó el encuentro: se fueron Toni Moya y Lluis López por el debutante Lucas Terrer -guiño a la tribuna de Velázquez- y Lecoeuche. Tampoco cambió nada. El Zaragoza estaba tieso, y el Amorebieta olió el miedo: un centro envenado de Morcillo fue al palo, el rechace lo remató Sibo a las manos de Badía. Y así, entre un quiero y no puedo aragonés, una falta ya con el reloj en hora la puso Morcillo en la red de Badía y en la frente de Velázquez.

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