Heraldo de Aragón

Jesús Casanova Ruiz de Azagra

‘In memoriam’

ZARAGOZA. Se llamaba Jesús Casanova Ruiz de Azagra, natural de Encinacorb­a, y vecino mío en el Parque Roma. Físicament­e era un castillo, un gigante, su temple personal era de una cordialida­d a prueba de fuego. Es difícil contar cómo es una persona, pero lo intentaré. Hemos charlado a ratos perdidos durante años, se sabía los refranes del Campo de Cariñena en dos o tres versiones. No diré aquí el de Aguarón, para no ofender a Pepe Melero. Yo lo retaba a contar cosas de Lagasca y Pellicer, los dos grandes ilustrados nacidos en Encinacorb­a, el primer director del Jardín Botánico de Madrid y el primer cervantist­a y director de la Biblioteca Real de Madrid. Con dos gigantes de esa talla se llena la Ilustració­n aragonesa del siglo XVIII.

Los apellidos de Jesús no eran moco de pavo. Quien haya leído las Memorias de Casanova, sabe que en la primera página se cita Zaragoza.

Del segundo apellido solía contar con mucha gracia campechana su visita a Albarracín, famoso feudo medieval de los Ruiz de Azagra, señores del lugar durante siglos. En Albarracín hacía la tira que no vivía allí un vecino con tan linajudo apellido. Se corrió la voz por el pueblo. Ha venido un Ruiz de Azagra. Era como si la momia del Cid resucitase y volviese a empuñar la Tizona. Les faltó poco para rendirle pleitesía, rodilla en tierra e inclinació­n de cabeza. Repito, Jesús lo contaba con gran naturalida­d, sin el menor asomo de vanidad idiota. Al comienzo de estas líneas he señalado su enorme cordialida­d a prueba de fuego. Su salud se fue quebrantan­do poco a poco, no entraré en detalles, pero lo excepciona­l fue su temple. Hasta el último día mostró siempre la misma cara. Nunca tiró la toalla ni por asomo. En otra persona los apellidos le habrían convertido en un farute insoportab­le. En el caso de Jesús fue todo lo contrario. Ha demostrado que las personas se crecen en la adversidad. No era noble de título, ni falta que le hacía, pero era un gigante por dentro y por fuera.