Heraldo de Aragón

Una de calamares

- Julio José Ordovás

Si el Rosebud de Vázquez Montalbán era el cucurucho de olivas de Aragón que alegraba las tardes de su infancia en la hambrienta Barcelona de posguerra, el mío son las humeantes sopas de leche que mi abuela Fina y mi madre nos preparaban a mis hermanos y a mí las mañanas en las que no teníamos colegio.

Vaya por delante que aborrezco todo tipo de patrioteri­smos, incluido el gastronómi­co, pero cada vez tengo más claro que España empezó a joderse cuando los españoles abandonamo­s la cultura del bocata de calamares y la jarra de cerveza y abrazamos la del McMenú Big Mac. España pasó de la berza al brócoli sin santa transición. Nos llevamos las manos a la cabeza porque los ingleses se relamen los bigotes tras zamparse unas croquetas de paella de chorizo, mientras que nosotros consideram­os el ramen con borraja o con rabo de toro el sumun de la ‘fashion food’. Los camareros de antaño desmenuzab­an el pernil que adornaba la barra de todos los bares dignos de tal nombre con no menos arte que un violonchel­ista pulsa su Stradivari­us y ahora, cuando pides un bocata de jamón en una bocatería ‘gourmet’, el camarero te mira raro, como si no te hubieras enterado de que ya no vivimos en una película de Garci sino en una serie de Netflix y que lo que mola es el ‘concept food’ cargado de partículas no identifica­bles. Cómo explicarle a ese camarero modernete, con bigotito y tatuajes manga, que yo amo el jamón y el pan untadico con tomate, y que mis básicos instintos culinarios los colmaba casi por completo el menú proletario de Casa Emilio, con su bacalao de Bilbao y sus naranjas de Valencia, como puntualiza­ba siempre el cachondo de Josemari.

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