¿Y si sustituimos a todos los jueces por robots para despolitizar la Justicia?
Imaginemos que todos los jueces españoles son sustituidos por robots programados con inteligencia artificial. ¿Es ésta la solución a la politización de la Justicia y a la saturación de los juzgados? ¿Puede un algoritmo informático lograr un sistema judicial más justo e independiente?
Éste es el debate que plantea la ingeniosa película española Justicia Artificial, que acaba de estrenarse en los cines de nuestro país. Se trata de un entretenido thriller que lleva al espectador a reflexionar sobre los límites éticos del desarrollo de la inteligencia artificial y las complejas disyuntivas que plantea esta nueva tecnología revolucionaria.
Estamos en 2028 y el Gobierno español convoca un referéndum para aprobar un sistema de inteligencia artificial, denominado Thente, que sustituiría a los jueces por computadoras, lo que, según el Ejecutivo, permite automatizar la Administración de Justicia, hacerla más democrática y, al mismo tiempo, acelerar los plazos de las sentencias y acabar con los interminables procesos judiciales que sufrimos en la actualidad.
La protagonista del film es una carismática jueza –espléndidamente interpretada por Verónica Echegui–, cuya integridad le lleva a desconfiar del algoritmo informático y, sobre todo, de la empresa encargada de desarrollarlo. Una compañía tecnológica que busca el beneficio económico, aunque de cara a la sociedad se muestra casi como una ONG cuyo único objetivo dice ser democratizar el sistema judicial.
Aunque sobre el papel puede parecer que un juez-máquina es infalible porque se supone que evita los errores y los sesgos ideológicos y emocionales del ser humano, la jueza de la película revela los riesgos de poner la vida de las personas juzgadas en manos de unas máquinas que han sido programadas por unos matemáticos que carecen de la intuición y la empatía humanas necesarias a la hora de impartir justicia. Porque los algoritmos están entrenados con sentencias pasadas y no son capaces de tomar en consideración la realidad socioeconómica de los acusados en un momento concreto ni las circunstancias específicas que pueden condicionar una determinada acción.
En la película, el debate hombre-máquina se plasma en toda su crudeza en una sentencia en la que la jueza se fía de su experiencia y su intuición, y confía en el propósito de enmienda de un hacker que lleva varios meses preso. Le concede la libertad condicional, todo lo contrario a lo que dictamina el robot, que tras procesar los datos da un 80% de posibilidades de que el hacker vuelva a delinquir y, por tanto, le deniega el tercer grado.
Aparte de su falta de sensibilidad y de no tener cuenta la realidad social en la que se enmarca una determinada sentencia, el mayor riesgo de la máquina se basa en conocer quién está detrás de su desarrollo, a qué intereses representa y cuáles son los algoritmos que utiliza a la hora de justificar sus sentencias. Unas dudas más que razonables cuando se está poniendo en manos privadas una institución tan fundamental para la democracia. La tecnología no es el problema, sino en el uso que pueden hacer de ella los políticos.
En la película se reflejan con crudeza las presiones del Gobierno y las campañas mediáticas que realiza para sacar adelante el referéndum y aprobar así su plan de justicia cibernética. También la empresa tecnológica Thente utiliza acciones intimidatorias para conseguir que la jueza protagonista apoye su proyecto de IA porque se juega muchos millones de euros en el empeño.
Enfrente del Gobierno y de Thente se posicionan, por supuesto, todos los jueces, que temen perder sus puestos de trabajo y que contraatacan argumentando que detrás de la opacidad de esas máquinas hay oscuros intereses. Porque al igual que hacen las grandes tecnológicas actuales, los directivos de la empresa Thente se niegan totalmente a desvelar tanto los algoritmos que están detrás de su programa como los razonamientos que hace la máquina a la hora de dictar sentencia. Se escudan en que son datos protegidos por el secreto empresarial.
En la España futurista que refleja la película también se plasma un interesante debate ético sobre los coches autónomos. Una persona VIP circula en su vehículo sin conductor y va a chocar de forma inevitable con otro coche en el que van una madre con sus dos hijos. La ética del vehículo autónomo sería priorizar la vida de la madre y sus hijos, pero no es así porque la persona VIP ha pagado un precio especial para que su coche siempre priorice su vida antes que la de los demás.
Es evidente que el mal no reside en la inteligencia artificial sino en el uso que se hace de ella. La IA puede mejorar procesos, pero no puede sustituir al ser humano. En el mundo de la Justicia es necesario poner en valor al juez y su capacidad para empatizar con los acusados y para percibir el contexto y la evolución de la sociedad. La máquina no tiene esa capacidad, por lo menos por ahora.