La justicia social, según Thomas Sowell LIBERTAD
Se ha atrevido como pocos a coger el toro por los cuernos.
La llamada justicia social se identifica con la moderna noción de igualdad, entendida no como la igualdad liberal, es decir, ante la ley, sino como la igualdad antiliberal, es decir,
mediante la ley. Thomas Sowell se ha atrevido, en este campo como en otros, a coger el toro por los cuernos. Con unos lozanos 93 años escribió su último libro, recientemente publicado en Ediciones Deusto con el título de Falacias de la justicia social.
Este es su punto de partida: “La falacia aparentemente invencible que subyace en la noción de justicia social es que amplias categorías de personas –clases, razas, naciones– tenderían a ser iguales, o al menos comparables, en sus diversas ocupaciones, de no ser por algún sesgo discriminatorio que ha intervenido para producir las grandes disparidades que vemos a nuestro alrededor”.
La gente es desigual por numerosos motivos, que no significan que nadie tenga la culpa de la desigualdad, desde la edad hasta la geografía, porque no es lo mismo ser joven que adulto, ni ser el hijo mayor que el pequeño, ni estar cerca del agua que lejos, ni vivir en una gran ciudad que hacerlo aislado en la montaña, etc. La meta de la igualdad de oportunidades “en modo alguno garantiza que poseamos el conocimiento o la capacidad de concretar dicho objetivo sin sacrificios ruinosos de otros objetivos deseables, que van desde la libertad hasta la supervivencia”.
Sowell explica esos sacrificios del intervencionismo en aras de la justicia social, desde la subida del salario mínimo hasta las cuotas de la
affirmative action, que dificultan el empleo y el progreso de los grupos más vulnerables, que no necesitan el intervencionismo: la tasa de pobreza entre los negros de Estados Unidos bajó del 87% en 1940 al 47% en veinte años, “es decir, antes de las principales leyes de derechos civiles y políticas de bienestar social de los años 1960”; la tendencia prosiguió en esa década “pero no se originó entonces y tampoco se aceleró después”.
Este pensador negro se burla de la supuesta supremacía blanca cuando los americanos de origen indio ganan tres veces más que los mexicanos, pero 15.000 dólares por año más que los otros blancos. En cuanto a los negros, es habitual afirmar que ganan menos que los blancos; sin embargo, eso no ocurre con las familias negras de una pareja casada. Ironiza Sowell: “Si la pobreza de las familias negras es provocada por el racismo sistémico, ¿es que acaso los racistas hacen una excepción con los negros casados?”. No niega el racismo, ni mucho menos, pero los datos prueban que “las parejas negras casadas han tenido siempre una tasa de pobreza menor que la media nacional, y la mitad de la tasa de pobreza de las familias blancas monoparentales con una mujer a cargo”.
Mientras subraya que los negros o las mujeres salen adelante por su propio esfuerzo, desmonta los análisis sobre la desigualdad de Krugman o Stiglitz, idolatrados por los medios hegemónicos pero falsos porque no miden la desigualdad de las mismas personas a lo largo del tiempo.
Pone el dedo en una dolorosa llaga: los progresistas antiliberales fueron racistas y eugenésicos, y clamaban por unos Estados mayores con los mismos argumentos falaces de la justicia social que emplean hoy sus sucesores alegando luchar contra la discriminación.
Denuncia a las élites que “no pagan precio alguno por equivocarse”, o que esgrimen el truco clásico de “democratizar” cuando quieren decir quebrantar la libertad, y saluda a Luther King, cuyo famoso sueño era que la gente no fuera juzgada por su color sino por el valor de su personalidad, es decir, la igualdad de oportunidades en libertad, que es la única justicia social digna de ese nombre.
El pensador subraya que los negros o las mujeres salen adelante por su propio esfuerzo
Denuncia a las élites que no pagan ningún precio por equivocarse, o que usan palabras como democratizar