Un punto y aparte que da miedo
Sánchez sigue, después de amagar con irse. Su decisión final y su escenificación durante estos días contienen indicios inquietantes. La frase “he decidido seguir con más fuerza si cabe”, unida al “demostremos al mundo cómo se defiende la democracia”, sonaba a la amenaza palpable de un dirigente acorralado y entregado a reacciones emocionales, totalmente imprevisibles. Y eso le hace más peligroso porque ahora se le intuye dispuesto a cruzar cualquier línea roja que le incomode. Se le ve dispuesto a fiscalizar la actividad de los medios de comunicación que le incomodan y a tomar al asalto el Consejo General del Poder Judicial, cambiando por las bravas las mayorías establecidas. Esta decisión es la que habría motivado una escena repleta de humo como la vivida estos últimos días. La maniobra ha quedado totalmente al descubierto cuando se ha conocido la última encuesta del CIS, con preguntas tendenciosas dirigidas a crear entre los españoles la idea de que la culpa de todo lo que ocurre en esta arcadia feliz que quiere vender Sánchez es de los medios que mienten y de los jueces que practican lawfare. No lo va a tener fácil. En Europa ya están con la mosca detrás de la oreja porque no es la primera vez que intenta someter a los únicos poderes que se le resisten.
En realidad, los cinco días anunciados que se ha tomado el presidente para reflexionar sobre su futuro han resultado ser casi lo mismo que el referéndum que convocó Pablo Iglesias entre sus bases para que le aprobaran la compra del chalet de Galapagar: una burla generalizada y un señuelo demasiado burdos para ser creídos. Le ha podido salir mal. Si dimitía dejaba huérfano al PSOE porque ha ejercido el poder de tal manera que no ha crecido hierba a su alrededor. Si dimitía estaría desoyendo a esa cada vez más exigua militancia (aunque Sánchez habla de mayoría social), incluido su propio equipo, que hace pocas horas le pedían que continuara en el poder para frenar a la extrema derecha, salvar las políticas progresistas y a la propia democracia. Dimitir hubiera sido como reconocer que esas amenazas que identifican Sánchez y los suyos son en realidad el mayor bulo. Por eso muchos apostaban por su continuidad. El problema es que si seguía, como ha resultado ser, todo habría parecido un paripé. Un montaje para alimentar su ego a costa de alarmar a la ciudadanía, sembrar incertidumbre en los mercados, criminalizar a
los jueces y a la prensa y elevar la crispación social hasta las más altas cotas. Sánchez ha abusado tanto con el teatrillo que ni siquiera se ha molestado en disfrazar su movimiento con una cuestión de confianza. Ni siquiera ha esgrimido un argumento nuevo, ni una explicación creíble, ni una mínima autocrítica, ni siquiera un buen deseo. Todo lo que ha hecho en estas últimas horas ha sido crispar para intentar justificar lo que previsiblemente viene ahora. Le ha salido mal, por mucho que el CIS diga lo contrario. La legislatura tiene ahora un difícil recorrido porque Sánchez no tiene presupuestos, sus socios no le dan respiro y le someten a un chantaje permanente, mientras internacionalmente pierde credibilidad a marchas forzadas. Su iniciativa de escenificar lo que él cree que es un “acoso” a su mujer se ha saldado con la internacionalización de las sospechas de corrupción. Y su campaña para reivindicarse como un estadista que transciende nuestras fronteras proponiendo reconocer a un estado palestino que nadie es capaz de identificar no ha sido respaldada por casi nadie. El mensaje de Sánchez lamentando el trato que le han dispensado sus contrincantes políticos a él y su familia ha resultado ser muy impostado, viniendo de alguien que ha hecho de la descalificación del contrario su gen competitivo. De alguien que ha utilizado la tribuna del Congreso para difamar al hermano de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, cuando ya los tribunales le habían absuelto, o que ha sembrado dudas sobre la mujer de Alberto Núñez Feijóo, que han sido ya desmentidos. El llamamiento de todo el
PSOE, con su oráculo Zapatero al frente y con los nostálgicos de la ceja detrás, para movilizar a la calle y reivindicar la figura de Sánchez este pasado fin de semana, se saldó con un sonoro fiasco y una buena dosis de alipori. A pesar de que el sanchismo echó el resto para movilizar a todo el aparato socialista, apenas logró reunir a 12.500 personas en Ferraz el sábado y unas cinco mil en la concentración del domingo. Como dijo alguien, la de bocadillos que habrán ido a la basura. Si la asistencia ya era deprimente, el fondo de la protesta no tenía desperdicio. Los manifestantes proponían salvar la democracia, a la que identifican con su líder, gritando consignas contra la libertad de prensa, la independencia de los jueces y la separación de poderes. Entre las adhesiones a Sánchez se han registrado auténticos desvaríos, como el del Colegio de Periodistas de Andalucía, reclamando al Gobierno un control de medios. El problema de Sánchez, y lo sabe, es que no existe ninguna mayoría social que respalde su maniobra. La perdió hace tiempo, aunque el CIS nos engañe.