Un par de anécdotas
Esta semana me gustaría contar dos anécdotas que surgieron en una conversación veraniega. Ambas tratan de la relación entre los dependientes de una tienda y sus clientes. En las dos, como suele pasar en estos casos, los protagonistas apenas se conocen.
Primera: un septuagenario iba todos los días a comprar el periódico a un quiosco. Inquebrantablemente, le daba la brasa día sí y día también al vendedor del comercio. Al principio, el cliente probó de entablar conversación sobre temas políticos, pero pronto se dio cuenta de que no congeniaban. Luego lo intentó con el fútbol; tampoco resultó porque eran de equipos diferentes y al comprador de prensa, en verdad, el deporte apenas le interesaba. Cada vez que lo veía, el quiosquero se ponía nervioso. «Ya está aquí el plasta este», pensaba cuando lo veía entrar. Una vez el vendedor de periódicos le hizo mala cara o le soltó algo fuera de lugar porque, al día siguiente, el cliente le dijo: «Mira, soy jubilado, viudo y vivo solo. He aterrizado en esta ciudad donde no tengo amigos ni conocidos. Me levanto, me arreglo, salgo a por el pan, donde apenas cruzo cuatro palabras con la panadera. Luego vengo aquí, hablo un ratito contigo, vuelvo a casa y, salvo que llame mi hija, cosa que apenas hace una vez a la semana, y a veces ni eso, en todo el resto del día ya no hablo con ningún otro ser humano».
A partir de esa confesión, al dependiente le dio igual la ideología del cliente o incluso que fuera del Real Madrid. Desde entonces, buscó y rebuscó para encontrar temas de conexión con ese anciano, y todos los días compartían una pequeña charla, con la sonrisa siempre en la boca. Hasta alabó algún gol de Cristiano Ronaldo, lo que no admitiría ni con sus mejores amigos.
Segunda: una señora, de cabellos canos y vestida con elegancia, clienta de una tienda de ropa en una zona muy turística, lágrimas de por medio, le contó a la vendedora que su marido se acababa de jubilar después de treinta y tantos años en un trabajo que, sin precisar de qué se trataba, contó que le comía muchas horas fuera del hogar familiar. Ahora que el hombre estaba todo el día en casa, sin los hijos, que ya se habían independizado, ella se dio cuenta de que apenas conocía a su esposo, incluso de que odiaba su manera de ser. Habían sido un matrimonio feliz mientras las obligaciones laborales los separaron un buen montón de horas al día, pero la machacona convivencia, en pocos meses, se había vuelto insoportable.
A veces, somos capaces de confesar intimidades a desconocidos que no nos atreveremos a hacer con alguien cercano. En ocasiones, esa persona que ni siquiera sabe nuestro nombre es más importante de lo que imaginamos.
Soledad y convivencia
La vida es complicada. O tan simple que parece imposible que pueda ser así. La soledad y la convivencia pueden ser igualmente dañinas y frustrantes. También bonitas. Al cliente de la primera anécdota le gustaría tener a alguien a su lado, aunque fuera para discutir. A la señora de la segunda le convendría estar sola en casa, como lo ha estado siempre. Lo dicho, pasa la vida y la observamos, a veces, atónitos.