La vida secreta de las palabras
Isabel Coixet
En 2005 salí del cine pensando en una única frase, la que le dice Josef (Tim Robbins) a Hanna (Sarah Polley) hacia el final de la película. Son solo tres palabras: “Aprenderé a nadar”. Fuera de la sala había empezado a llover y, sin paraguas, me cobijé en los soportales de la plaza Yamaguchi esperando a que amainara. La frase de Josef me alcanzó, se hizo real. Tuve la certeza, mientras caía una interminable tromba de agua, de que La vida secreta de las palabras era una historia sobre el misterio que entraña todo encuentro verdaderamente significativo.
Casi 20 años después, habiéndola visto unas cuantas veces más, diría que La vida secreta de las palabras ahonda en la diferencia que existe entre atravesar el dolor o que el dolor nos atraviese. O eso creía hasta unos días atrás. Al verla de nuevo, reparé por primera vez en una canción, como si a lo importante llegáramos dando rodeos, enredándonos en sucesivas capas que solo adquieren sentido en el momento adecuado. La canción se llama You’ve Made Me So Very Happy y me llevó a pensar que quizás quepa la posibilidad de que La vida secreta de las palabras sea una película sobre dos personas que, a su modo, intentan algo tan complejo como volver a creer en que todo esto, es decir, la vida, vale la pena. Pero qué sabré yo.
Las buenas historias, las historias que permanecen, tienen eso: son infinitas en sus aproximaciones. Por esa misma razón, sé que seguiré viendo La vida secreta de las palabras y que volveré a afirmar que sé lo que cuenta. Pero solo sabré, como ahora mismo, lo que me cuenta. Lo más decisivo que nos ocurre, no solo en las películas de Isabel Coixet sino en la vida, es que habitamos el misterio y que una y otra vez hacemos el amago de acercarnos a él para abrazarlo y comprenderlo. El spoiler, válido aquí para la pantalla y para la vida, es que nunca lo logramos.