Monos y abuelos
Siempre quise decirte que me hizo mucha ilusión asistir a tu boda”. Una voz sintética pronunció esa frase para provocar las lágrimas de una mujer en el programa El Hormiguero. Esa voz, recreada con inteligencia artificial a partir de una grabación real, simulaba la de su abuelo, que murió justo el día después de su boda. Algunas familias ya resucitan a sus fallecidos con sistemas similares, es un mercado emergente en torno al duelo, pero no graban su reacción espontánea para emitirla en prime time.
Hace una década, cuando la inteligencia artificial era un asunto académico, no la punta de lanza de la geopolítica, el tecnocapitalismo y el programa de Pablo Motos, Google alimentó 16.000 procesadores con millones de vídeos de YouTube. Tras todo ese esfuerzo descomunal emergió un patrón: gatitos. La máquina aprendió a reconocer lo que era un gato. “¿Cuántos gatos necesita ver un niño para entender lo que es un gato? Uno. No tenemos ni idea de cómo lo hace, pero a partir de un solo ejemplo ya los puede reconocer”, me decía hace años Ramón López de Mántaras, experto del CSIC en este campo. Un experimento publicado en Science abre una puerta inquietante: alimentaron una máquina con las vivencias del pequeño Sam, que llevó un casco con cámara entre los 6 y los 25 meses. Ese programa ha entendido cómo un niño adquiere la palabra “gato” gracias al cruce de los estímulos visuales y verbales de su entorno. Y se propone reproducir ese aprendizaje, solo con las mismas vivencias que un niño que da sus primeros pasos.
Esa máquina que ha aprendido con Sam podría aprender mucho más si siguiera grabando su vida, lo que ve, lo que oye, lo que dice y lo que hace. Del mismo modo que hicieron hablar al abuelo muerto, se podría recrear un Sam mucho más sofisticado, con todos sus patrones de voz, como ahora, pero también de conducta. No es difícil imaginar que así cada uno tendremos un avatar que hable por nosotros: el mío charlará con el tuyo para ver cuándo podemos quedar y le consultará al de mi madre qué tal le va con el nuevo medicamento.
Sherry Turkle, experta en nuestra relación con la tecnología, lleva décadas alertando sobre cómo perdemos empatía al introducir intermediarios con pantalla y alejarnos de la conversación real. En su libro de 2015 En defensa de la conversación (Ático), ya advertía de que no nos prestamos atención al 100% por culpa de los móviles. Antes, había escrito: “La tecnología cataliza cambios no solo en lo que hacemos, sino también en cómo pensamos”. Lo publicó en 1984 en un libro que se llamó El segundo yo.
Hace 40 años no se podían imaginar la profundidad del cambio al que asistimos. El martes, Elon Musk anunció un nuevo paso en su camino hacia el iPhone cerebral. Su empresa, Neuralink, ha implantado un chip en la materia gris de un paciente. Ya se han implantado muchos antes y se usan para tratar de manera experimental el párkinson y la epilepsia, para mejorar el habla o la cognición. El primer producto de Neuralink, llamado Telepatía, está diseñado para personas con discapacidades, pero el plan de Musk contempla la integración profunda entre cerebros humanos y máquinas para ampliar los límites de la experiencia humana. Pero Neuralink acaba de ser denunciada por la muerte de 12 monos en la fase experimental de esos chips neuronales. ¿Pondríamos nuestros cerebros en manos de Musk?
La trayectoria de cualquier tecnología emergente siempre se inclina hacia el dinero. La inteligencia artificial ya está en manos del tecnocapitalismo, más pendiente de que perdamos el tiempo usando sus productos que de mejorar la humanidad. Estas noticias muestran que la tecnología extenderá nuestros pensamientos y personalidad más allá de nuestro entorno, más allá de nuestra vida e incluso más allá de nuestra voluntad. ¿Los abuelos fallecidos querían ir a divertirse a El Hormiguero? ¿Crecerán avatares junto a los bebés del futuro? ¿Alguien pensó en las mujeres que serían desnudadas y pornificadas, desde Taylor Swift a Almendralejo, cuando desarrollaron esas apps?