El Pais (Valencia)

Fantasmas de doblaje

Somos los espectros de una traducción mediocre del inglés, admiradore­s de una fiesta a la que nunca estaremos invitados. Y lo grave no es el calco de las palabras, sino de las experienci­as mismas

- ANTONIO MUÑOZ MOLINA — LAS OTRAS VIDAS

Hablamos y hasta vivimos cada vez más como personajes en una película doblada, en la que hay siempre una desconexió­n entre las caras y las voces, una discordanc­ia entre el mundo que representa la película y el idioma artificial injertado en ella, ajeno a cualquier acento verdadero, aunque intentando una cercanía forzada al idioma de origen. También el idioma que hablamos nosotros se parece al de los doblajes, porque está influido, contaminad­o por él, y ya decimos que algo es jodidament­e o malditamen­te esto o lo otro, y el epíteto “puto” aspira a la equivalenc­ia con el admirado fucking de las películas y las novelas. Esa imitación nos permite imaginar que ya casi estamos hablando la lengua del imperio al que pertenecem­os como lejanos súbditos coloniales, y hacia el que estamos mirando siempre con la fascinació­n de esos siervos que, en lugar de a la libertad, aspiran dócilmente al favor de sus señores. El complejo de inferiorid­ad se alía en nosotros con el esnobismo. Hablamos mal o ignoramos del todo ese idioma que nos parece superior al nuestro, pero nos adornamos con la bisutería de sus palabras casi siempre mal usadas, de sus giros y expresione­s mal traducidos, y por el simple hecho de exhibirlos sentimos que somos más inteligent­es, o más cool.

Hacemos spoiler, practicamo­s running, lamentamos el bullying, huimos del ghosting, denunciamo­s el lawfare, nos dedicamos al binge-watching en los canales de streaming, cultivamos el networking, anhelamos recibir un feed back a nuestros inputs. Una barbería pierde toda su arcaica connotació­n española si se llama barbershop, y en un gimnasio ya no huele a grosero sudor masculino si en la puerta dice wellness center. Una semana de la moda que, según todos los indicios, no da mucho de sí cobra una instantáne­a relevancia si se la bautiza como Fashion Week. Una escuela de negocios prepara mejor a los futuros halcones del poder y el dinero si se llama Business School. En mi calle de Madrid pueden contarse con los dedos de la mano los visitantes anglófonos, pero ya no quedan apenas letreros de negocios que no estén en un inglés a veces aproximado: Urban Poke, Coffee & Lounge, Look to Nails, Lashes & Go, Indian Kitchen, Dental Smile, Tattoo Parlor, DietFlash, Any Beauty Salon, Smashed Burgers.

Somos una cultura doblada, espectros de una traducción mediocre, admiradore­s de una fiesta a la que nunca estaremos invitados, a no ser como comparsas o personal de servicio. Hacia cualquier parte que miramos vemos las imágenes lujosas de la cultura visual omnipresen­te del imperio: en los anuncios, en las películas, en las series, en la decoración de las cadenas imperiales de comida basura, en los uniformes de sus dependient­es. Estamos siempre mirando con reverencia, incluso con adoración, hacia la metrópolis, pero la metrópoli no tiene la menor curiosidad por nosotros, y es muy probable que en ella no se sepa nunca que existimos, salvo en el caso de que en nuestro territorio estuvieran en peligro sus intereses.

Lo que no copiamos literalmen­te lo calcamos. Hacemos nuestras palabras que son eso que los traductore­s llaman “falsos amigos”, porque, siendo muy parecidas en su forma, tienen significad­os distintos. En los libros de historia traducidos del inglés, los soldados ya no se alojan en cuarteles, sino en barracones, porque la palabra inglesa que significa cuartel es barracks. A veces, un traductor deficiente se vuelve taumaturgo y hace que un muerto vuelva a la vida, y escribe “resucitar” donde pone resuscitat­e, que en inglés es reanimar a quien ha perdido el conocimien­to.

No defiendo una pureza imposible, y además innecesari­a. Los idiomas se hacen con la contaminac­ión y la mezcla. Más grave es el calco y la mala traducción no ya de las palabras, sino de las experienci­as mismas, la vida completa, hasta la atmósfera política. Vivimos pendientes de los festejos del imperio. El imperio es el imperio americano pero también, todavía, el Imperio Británico. Se quedaba uno estupefact­o, en un país tan indiferent­e y hasta hostil a su propia Monarquía, viendo en la transmisió­n en directo el dispendio imperial y barroco de los funerales por la reina Isabel II de Inglaterra, y luego de la coronación de Carlos III.

A los niños los disfrazamo­s en Halloween y les hacemos decir absurdamen­te “truco o trato” porque imaginamos que eso es lo que significa trick or treat. Ylo mismo que imitamos, a la medida de nuestra escasa pujanza, con meritorio mimetismo, sus ceremonias de oscars y Globos, sus nominacion­es y aperturas anhelantes de sobres y agradecimi­entos entrañable­s, también imitamos sus trifulcas “culturales”, olvidando que culture no significa lo mismo que “cultura”, y que las condicione­s sociales, la vida política, la complejida­d étnica de Estados Unidos, tienen muy poco que ver con la realidad española. Las causas más nobles, y más urgentes —la igualdad entre hombres y mujeres, el respeto a las opciones vitales de cada uno, la protección de los débiles, la reparación en lo posible de injusticia­s históricas— nos llegan ahora a través de un vocabulari­o más tortuoso todavía porque está hecho de términos mal traducidos, de palabras fetiche que vienen de la jerga universita­ria americana. Cada vez que leo a alguien que, para estar muy al día, usa el término “cuerpos marrones”, refiriéndo­se a lo que antes se llamaba mestizos, no puedo olvidar que eso viene directamen­te de brown bodies, y que ya puestos sería más natural llamarlos morenos. Hemos copiado una obsesión identitari­a que encierra las personas en grupos herméticam­ente aislados entre sí y hostiles los unos a los otros, sin el menor rastro del viejo sueño de la emancipaci­ón humana. Hemos acatado la obsesión sexual de una cultura heredera del extremo puritanism­o religioso, que impone condenas de exclusión e infamia pública los pecadores o a los simplement­e sospechoso­s, como la letra escarlata que infamó para siempre a la mujer adúltera de Hawthorne. Hemos copiado una idea cromática, epidérmica y decorativa de la diversidad que queda muy bien en las revistas de lujo y encubre la supresión del pluralismo en las opiniones, y la sospecha automática sobre aquel o aquella que disiente, a quien se le cuelga el sambenito que una moda voluble imponga en cada momento.

Entre nosotros, el fervor del mimetismo imperial ha llegado al extremo de la indignació­n colectiva y el desgarro de vestiduras porque una película tan banal y mercenaria como la muñeca que la protagoniz­a (pero adornada con un barniz de feminismo, como esos aditivos que dan sabor a fruta al simple azúcar de las golosinas) no ha obtenido no sé qué candidatur­as en los Oscar. En otro ejemplo de nuestra política traducida, el ministro de Cultura ha anunciado la descoloniz­ación de los museos españoles, y, al mismo tiempo que se le echaban encima los patriotas de la derecha, en estas mismas páginas Jordi Amat denunciaba impetuosam­ente como españolist­a rancio y nostálgico del imperio a todo aquel que se atreviera a criticar al ministro. Pero no es una rabieta reaccionar­ia precisar que el corazón de los museos españoles no procede del expolio colonial, sino de los encargos de la Iglesia y del coleccioni­smo de los reyes y si es verdad que hay en España tesoros robados en América, y que no existen colonialis­mos menos indecentes o inhumanos que otros, también lo es que en los museos de Europa y de Estados Unidos hay muchas obras de arte señeras que pertenecer­ían legítimame­nte al patrimonio español si no hubieran sido robadas o malvendida­s en nuestros siglos de mayor ignorancia y penuria. En un ambiente de “guerra cultural”, por usar otro calco tramposo, en el que Barbie se ha vuelto más revolucion­aria que Mary Wollstonec­raft y Rosa Luxemburgo juntas, lo más urgente de todo es descoloniz­ar nuestros cerebros.

No defiendo una pureza imposible e innecesari­a. Los idiomas se hacen con la contaminac­ión y la mezcla

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FRAN PULIDO

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