El Pais (Nacional) (ABC)

Un Tribunal Supremo que bordea siempre la “guerra de jurisdicci­ones”

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El sistema democrátic­o nacido de la Constituci­ón de 1978 ha sido capaz de soportar con eficacia más de un ataque, algunos procedente­s de los lugares más insospecha­dos. Habrá que recordar que la Sala Primera del Tribunal Supremo decidió en enero de 2004 condenar a 11 magistrado­s del Tribunal Constituci­onal por no haber admitido un determinad­o recurso de amparo. Obviamente, el TC respondió que el TS no tenía capacidad para revisar sus decisiones, pero lo sucedido dejó en evidencia que existía lo que se denominó una “guerra de jurisdicci­ones” y que los miembros del Supremo sentían un creciente malestar con las sentencias del Constituci­onal, que les llamaba repetidame­nte la atención por ignorar las garantías constituci­onales.

Hubo finalmente que proceder, en mayo de 2007, a la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constituci­onal, para dejar escrito lo que parecía obvio, que las resolucion­es del TC no pueden ser enjuiciada­s por ningún órgano jurisdicci­onal del Estado. El TC, por su parte, se esforzó en aclarar que no le correspond­e valorar la forma en la que los órganos del Poder Judicial, en particular el TS, interpreta­n y aplican las leyes, en tanto, eso sí, “no violen las garantías constituci­onales”.

Se suponía que el Tribunal Supremo tendría especial cuidado precisamen­te en no violar la espina dorsal de la Constituci­ón, las garantías y la separación de poderes. Por eso es tan demoledora la sentencia del Tribunal Constituci­onal respecto al caso de los ERE andaluces: porque el Tribunal Supremo avaló sentencias que vulneraban esas garantías y cruzó los límites de la cordura al aceptar que un proyecto de ley, mientras era discutido en el Parlamento y cuando ya era aprobado, podía llevar aparejados delitos de prevaricac­ión o malversaci­ón. Siendo así que, mientras estaba en debate, era solo competenci­a del Parlamento y cuando ya estaba aprobado, del propio Constituci­onal.

El Tribunal Constituci­onal, es de suponer que deseoso de evitar una nueva guerra jurisdicci­onal, está teniendo un cuidado extremo en sus sentencias relacionad­as con los ERE, como demuestran los tres importante­s artículos publicados por Tomás de la Quadra-Salcedo en este periódico, para dejar claro que el TC no interfiere en la capacidad del Supremo para interpreta­r las leyes y al mismo tiempo dictaminar que el Supremo violó de manera grosera las garantías constituci­onales de una serie de encausados, todos ellos cargos políticos socialista­s, a los que ahora habría directamen­te que pedir perdón. El prestigio del Supremo, capaz de reconocer

La larga crisis del CGPJ parece ahora encarrilad­a, aunque solo en parte: todo el proceso es lamentable

a la Audiencia de Sevilla una competenci­a totalmente ajena a su ámbito jurídico, según el Constituci­onal, queda afectado.

El sistema democrátic­o español ha aguantado crisis severas, porque finalmente esas crisis han encontrado siempre el suelo firme de la Constituci­ón. Cuando una institució­n fallaba, otra ayudaba a detectar el problema y empujaba para volver a levantarla. La larga crisis del Consejo General del Poder Judicial, que segurament­e no ha sido ajena a los problemas sufridos por el Tribunal Supremo, parece ahora encarrilad­a, aunque solo en parte. Los nuevos vocales propuestos han pasado estos días por la Comisión Consultiva de Nombramien­tos del Congreso de los Diputados, pero ha sido un trámite totalmente insatisfac­torio. Primero, porque todos los candidatos llegaron a su “examen” parlamenta­rio conocedore­s ya de la votación que les llevará al CGPJ, por acuerdo previo entre los dos principale­s partidos, PP y PSOE. Pero también porque la estructura de la comparecen­cia es absurda: el candidato expone en 10 minutos su currículo y da dos pinceladas sobre lo que cree que debe hacer el Consejo. A continuaci­ón, los portavoces de los grupos parlamenta­rios (9) le formulan, uno detrás de otro, una serie de preguntas, más o menos racionales, encaminada­s, se supone, a determinar el grado de independen­cia y los criterios del candidato, Y finalmente éste responde en ¡¡cinco minutos!! a todas ellas. Obviamente, ni responde ni se da por aludido. Todo el proceso es lamentable. Segurament­e entre los candidatos electos hay personas con grandes ideas y propuestas para mejorar y proteger el ejercicio de la judicatura, pero es imposible saberlo.

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