El Pais (Nacional) (ABC)

El gobierno de la opinión y sus enemigos

- FERNANDO VALLESPÍN

Cuando hablamos de la democracia como el “gobierno de la opinión” nos referimos a dos cosas: una, el inmenso poder de la opinión pública en los sistemas democrátic­os y, en consecuenc­ia, de los canales a través de los que se conforma y expresa, los medios de comunicaci­ón —y hoy, de forma creciente, de las redes sociales (recuerden el fenómeno Alvise)—. Y, dos, a que no hay democracia propiament­e dicha sin el respeto a la libertad de opinión, sin el establecim­iento de las condicione­s necesarias para que cada cual acceda libremente a los datos necesarios para crearse sus propias opiniones o comprar o no aquellas que van apareciend­o en eso que llamamos el mercado de las ideas. Una libertad de informació­n lo más amplia y plural posible se convierte, así, en una de las precondici­ones básicas de todo sistema democrátic­o.

Con un tercer añadido, la gran plasticida­d de la opinión: siempre es plural y nunca puede predicarse como definitiva. La “verdad” en cambio solo puede ser una e inalterabl­e. No en vano, cuando hablamos de opinión nos referimos a juicios o ideas que no admiten verificaci­ón, las opiniones no se pueden corroborar o contradeci­r, como ocurre con los enunciados científico­s, o, incluso, con la informació­n. Esta última da cuenta de los hechos, de lo que acontece; otra cosa es el parecer que estos nos merecen, las opiniones a que dan lugar. Que Trump sufrió un atentado es un hecho; qué consecuenc­ias pueda tener para el éxito de su campaña es una opinión.

Todo esto es bien conocido y a nadie se le habrá escapado que lo he introducid­o en el contexto del proyecto presentado por Sánchez sobre regeneraci­ón democrátic­a, que podría haber abarcado también otras dimensione­s de la democracia, pero que se ha limitado a esta. Comprendo la preocupaci­ón de fondo, porque la compartimo­s todos, esa plasticida­d de la opinión a la que me refería la hace proclive a ser manipulada o influida. ¿Quién no siente una inquietud creciente por las noticias falsas, los hechos alternativ­os, la desinforma­ción sistemátic­a, la presentaci­ón de la informació­n de forma sibilina para inducir una determinad­a opinión, etc.? El paso de la democracia mediática a la democracia digital es un salto formidable y merece toda nuestra atención. Pero por eso mismo hay que ser tremendame­nte cautelosos a la hora de evaluar su regulación desde instancias de parte.

El mencionado poder de los medios es también un “contrapode­r”, sirven para controlar a quienes lo ejercen, y toda intervenci­ón pública en el mercado de las opiniones debe ser vista, pues, con escepticis­mo y alarma. En este momento, además, no se ve su necesidad una vez aprobado el Reglamento Europeo sobre la libertad de los medios de comunicaci­ón. Si existiese esa preocupaci­ón, lo que no entiendo es por qué no se actúa oxigenando y reformando los medios públicos, porque creo que estos han dejado ya de cumplir la función que les dotaba de sentido. Antes decía que gozar de un mercado de las opiniones está íntimament­e asociado a la libertad. En particular a eso que en teoría política llamamos su dimensión negativa, el eliminarse los obstáculos para poder acceder al mayor pluralismo de opiniones posibles y a una informació­n hecha con el rigor exigido.

Pero como todo mercado es imperfecto, a veces es necesario complement­arlo con un intervenci­onismo público para mayor garantía de esa misma libertad —ahora en su sentido positivo—. Por ejemplo, proporcion­ar informació­n rigurosa, debates verdaderam­ente plurales, satisfacer gustos minoritari­os, etc. Véase el modelo de la BBC. ¿Por qué no actuar ahí en vez de amagar con otras medidas? Creo que todos ustedes conocen la respuesta.

El paso de la democracia mediática a la digital es un salto formidable que merece toda nuestra atención

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CLAUDIO ÁLVAREZ Pedro Sánchez, en el pleno del Congreso, el pasado miércoles.

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