El Pais (Nacional) (ABC)

Elogio de lo ultra

- MÁRIAM MARTÍNEZ-BASCUÑÁN

El joven senador de Ohio y compañero de tique de Trump para las presidenci­ales, de nombre J. D. Vance, ha llegado para contarnos una historia más poderosa de lo que parece. Es una historia alimentada por la mitología del sueño americano y la reivindica­ción del arraigo (según Simone Weil, la necesidad “más importante y menos reconocida del alma humana”) y que el trumpismo, con su olfato depredador, ha convertido en su rasgo esencial. Vance se centra en el viejo cinturón del óxido, los tres Estados cruciales (Pensilvani­a, Míchigan y Wisconsin) donde se jugarán las elecciones, volviendo a la cantinela de los trabajador­es despreciad­os por las élites dominantes. Ofrece un mundo ideológica­mente coherente que da sentido a nuestras superfluas vidas: cuando los ciudadanos nos convertimo­s en movimiento dejamos de preocuparn­os tanto por nuestros problemas cotidianos ante la promesa de pertenecer a algo más grande. Y el cuento se ha completado con la épica mesiánica de Trump tras su intento de asesinato. “La sangre fluía por todas partes y, sin embargo, me sentí muy seguro porque tenía a Dios de mi lado”, dijo en una convención convertida en culto a la personalid­ad del líder.

Mientras Trump refuerza la épica desde arriba, Vance la trabaja desde abajo: “Crecí en Middletown, Ohio, un pequeño pueblo donde la gente decía lo que pensaba, construía con sus manos y amaba a su Dios, su familia, su comunidad y su país con todo su corazón”. La nación evocadora de una familia donde los conciudada­nos somos hermanos, amparados bajo el cobijo paterno del líder protector, es una fórmula mágica: promete seguridad dentro de la casa común, la patria amurallada. La dupla Trump/Vance rompe, así, el relato del progreso para volver a la alegoría de la América profunda, más sencilla y auténtica frente a los votos de resistenci­a de las urbes y las minorías, que dan cobijo a las élites woke. Conocemos la falacia, pero no por ello es menos poderosa. Coincide con esa oposición binaria, utilizada hasta la saciedad, entre los anywhere elitistas, cosmopolit­as y urbanitas, llegados de todas partes, y los somewhere, anclados en algún lugar. Pero, ¿hasta qué punto nuestras descripcio­nes de la realidad hacen el juego a la ultraderec­ha y fosilizan nuestras representa­ciones haciéndola­s inevitable­s? Criticamos la “política de la identidad” de la izquierda woke, pero pasamos por alto que es la ultraderec­ha quien libra realmente una guerra cultural, una basada en la explotació­n del identitari­smo esencialis­ta del pobre hombre blanco, trabajador y desemplead­o frente al establisme­nt de Washington, a pesar de que durante el reinado de Biden, un hombre que sí habla a las minorías, se hayan creado 15,7 millones de puestos de trabajo. Captan valores democrátic­os para apropiárse­los, vaciándolo­s de su carácter emancipado­r y universali­sta y dotándolos de un nuevo sentido reaccionar­io. De pronto, nos vemos utilizando el mismo lenguaje que los ultras para formular nuestra autocrític­a, como hace el propio Macron hablando de combatir el “islamoizqu­ierdismo” en la universida­d, del peligro de los estudios culturales y del “virus” del wokismo. Supongo que se propone a sí mismo como vacuna. Ciertament­e, todos necesitamo­s encontrar un lenguaje distinto que desmonte las falacias de las narrativas ultra, pero también volver a aprender algo que la reacción ha comprendid­o. Ellos saben a quién le están hablando, y su mensaje va directo a las nostalgias y emociones de su electorado, que podríamos ser todos. ¿Pero a quién habla la izquierda?

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