El Pais (Nacional) (ABC)

Los espejos cóncavos

- SERGIO RAMÍREZ Sergio Ramírez es escritor y premio Cervantes. Su último libro publicado es El caballo dorado (Alfaguara).

Este año se cumple el centenario de la publicació­n de Luces de bohemia, la pieza teatral de don Ramón del Valle-Inclán, que apareció primero por entregas en 1920 y se estrenó muchos años después, primero en París en 1963 y en España en 1970. Cien años del esperpento.

El protagonis­ta, Max Estrella, un escritor ciego fracasado que peregrina por distintos parajes de Madrid, define con precisión el concepto de esperpento en uno de los diálogos con don Latino, su compañero de jornada: “El esperpenti­smo lo ha inventado Goya… Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemátic­amente deformada”. Detrás de los ojos que no pueden ver de Max Estrella están los de Valle-Inclán, capaces de penetrar su época a través de la óptica deformada de los espejos cóncavos, en los que se refleja una realidad que por muy grotesca, ridícula o extravagan­te que parezca no deja por eso de ser verdadera. Lo trágico en la envoltura de lo risible. Todo viene de Goya, de los monstruos alados de los sueños de la razón, de los disparates que meten el buril en la entraña oscura del poder represor, el poder felón, que es ridículo, prohíbe y manda callar, y lo empuja al exilio.

Disparates, prisiones, suplicios, libertad. “Usted no es proletario”, le dice el preso a Max Estrella en el calabozo donde va a parar; “yo soy el dolor de un mal sueño”, responde. El mal sueño de la razón. La pesadilla de la imaginació­n. Todo entra en la órbita del esperpento. El poder felón al que Goya pone delante de sus espejos cóncavos es venal, y lo es desde antes, desde Cervantes: “Que no falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia, porque si no están untados gruñen más que carretas de bueyes”, dice en La ilustre fregona; y lo sigue siendo cuando Max Estrella entra en el despacho del ministro, su “amigo de los tiempos heroicos”. Llega a pedir justicia porque ha sido reprimido por la policía, y agobiado por la miseria, el ciego termina aceptando dinero “porque soy un canalla. No me estaba permitido irme del mundo sin haber tocado alguna vez el fondo de los Reptiles”.

La acción de Luces de bohemia discurre cuando España aguanta aún el peso de la restauraci­ón y, sobre todo, el peso de la derrota de la guerra de 1898 contra Estados Unidos por la posesión de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, un desastre que marca al país, y marca a la generación de intelectua­les de la “generación del 98”: el propio Valle-Inclán; Baroja, que creía en las virtudes regenerado­ras de las viejas hidalguías castellana­s, y Unamuno, que quería enterrarla­s. Y Ramiro de Maeztu, quien dirá en Hacia otra España, haciendo un inventario de esperpento­s: “Este país de obispos gordos, de generales tontos, de políticos usureros, enredadore­s y analfabeto­s…”.

Es cuando llega Rubén Darío desde Buenos Aires con el encargo del diario La Nación de escribir la crónica de la derrota de lo que resulta su libro España contemporá­nea. La España que él también mira reflejada en los espejos cóncavos, los supliciado­s de Semana Santa, “doña Virtudes”, la reina regenta María Cristina, con fama de avara, que los jueves santos lavaba los pies de los mendigos, y los nobles, que, también como una expiación de culpas, les servían luego la comida en vajilla de plata. Todo como en una toma negra de Los olvidados de Buñuel, que viene también de Goya y viene de Valle-Inclán. En la semana trágica de 1909, el año de la muerte de Alejandro Sawa, el escritor sevillano a quien encarna Max Estrella, un carbonero alzado en las barricadas en Barcelona sería fusilado por haber bailado con el cadáver de una monja. Otro aguafuerte de la serie infinita de Goya, otro esperpento de Valle-Inclán, otra toma de Buñuel. La España de los espejos cóncavos que Darío ve es también la del entierro de la sardina, ya la gente olvidándos­e de la derrota mientras Madrid iba llenándose de más mendigos inválidos de guerra, recibidos con charanga y alboroto mientras estallaban los motines reprimidos a tiros. Y Valle-Inclán agrega dos esperpento­s más, de paseo entre las tumbas de un cementerio. Él mismo, “viejo caballero con la barba toda de nieve y capa española sobre los hombros, es el céltico Marqués de Bradomín. El otro es el índico y profundo Rubén Darío”.

El último de los poemas de Darío será un poema negro, en que relata una peregrinac­ión fantasmagó­rica a Santiago de Compostela en compañía, otra vez, de Valle-Inclán. Una vuelta de tuerca. Porque en Luces de bohemia, otra vez entre espejos en el café Colón, Darío recita para Max Estrella, después de un diálogo sobre la muerte, la última estrofa de ese poema desolado: …la ruta tenía su fin/ y dividimos un pan duro/ en el rincón de un quicio oscuro/ con el Marqués de Bradomín…

Con el centenario de la publicació­n de ‘Luces de Bohemia’ de Valle-Inclan, el esperpento cumple un siglo

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