La Iglesia, entre normalizar o reprimir la homosexualidad
El “mariconeo” en los seminarios del que se quejó el Papa revela la realidad de las personas LGTBI ocultas en el clero
Fernando —nombre ficticio— entró en la adolescencia con la certeza de que la viviría fuera del armario y la terminó convencido de ser “un enamorado de Jesucristo”. Tan seguro de no esconder su homosexualidad como de su vocación sacerdotal, probó suerte en un seminario de Andalucía oriental. Luego en otro extremeño y otra vez más en el sur. Las tres lo rechazaron. No entendía por qué, si estaba harto de ver a seminaristas gais como él. Hasta que, al cuarto intento en Cádiz, hace apenas año y medio, le mandaron un recado con quien intercedió por su entrada: “Me dijeron que el problema no es que fuese homosexual, sino que se sabía que lo era. Así es la hipocresía”.
Las palabras del Papa —por las que luego se disculpó— en las que pidió a los obispos italianos que no permitiesen más homosexuales en los seminarios porque ya había demasiado “mariconeo” han supuesto un seísmo en el clero católico. Y no precisamente por el tono despectivo que contradice sus anteriores mensajes de acogida a los laicos LGTBI, sino porque, en el fondo, ha señalado al elefante en la habitación. “Probablemente, más de la mitad del clero sea gay, sucede más entre los religiosos y un poco menos entre los diocesanos”, asegura James Alison, uno de los primeros sacerdotes en activo que hace años se atrevió a declarar abiertamente su homosexualidad y que ahora asiste espiritualmente a la asociación de cristianos LGTBI de Madrid Crismhom.
Raúl Peña, portavoz de Crismhom, asegura que muchos integrantes de la entidad son “exseminaristas, de 45 para arriba, que se salieron”. “Era gente con vocación, que quería ayudar a los demás y que nadie los juzgase”, prosigue. Alison añade: “La Iglesia es el lugar donde puedes no tener novia o novio. En lugares rurales o cerrados, era la manera más fácil de sobrevivir, el armario perfecto, la jaula dorada”.
José —que también prefiere ocultar su nombre real— entró en 2011 en un seminario del sur, donde permaneció tres años. De los más de 15 estudiantes, unos 5 eran gais, calcula. “Había mucho homosexual reprimido que no lo aceptaba. Otros que sí y que mantenían una doble vida”. La primera opción fue la de Fran, que entró hace 15 años en un seminario metropolitano del norte de España “como una huida”. “Tenía una lucha interna muy grande. Era un homófobo y eso hizo saltar las alarmas a mis formadores. En mi caso, me ayudaron a aceptarme y a darme cuenta de que no tenía vocación”, apunta el joven, hoy estrechamente vinculado a la Iglesia como feligrés.
A Fernando no le preguntaron su orientación, pero le negaron la entrada. Para impedírselo, los rectores de los seminarios solo tuvieron que tirar de una instrucción de la Congregación para la Educación Católica, publicada en diciembre 2005 —en tiempos de Benedicto XVI— en la que afirma que “no puede admitirse al seminario y a las órdenes sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay”. Alison denuncia que la norma se ha convertido en “una caza de brujas a fuego lento” que, por ahora, el papa Francisco no se ha planteado retocar.
Así, el ambiente represivo crece exponencialmente. “Se hace pretexto para cualquier tipo de maldad”, asegura Alison. Eso, sumado a “la privación antinatural de la sexualidad”, como razona José, “sale por algún lado con masturbaciones constantes o excitaciones totales con otros compañeros”. El cura británico añade como elemento a ese cóctel explosivo que una profesión como el sacerdocio siga ligada, en pleno siglo XXI, al sexo masculino.
Fran diferencia entre “el cura gay, que vive con normalidad su sexualidad en celibato y tiene clara su entrega, y el gay cura, que vive de cara a la galería, no por vocación, sino por estar amparados en la institución”. Alison conoce bien a ese segundo grupo: “Los peores perseguidores de los homosexuales en la iglesia son gais reprimidos. Lo peor es que viven en una realidad disociada”.
El sacerdote tiene claro que la Iglesia no saldrá de esa paradoja de mostrar su oposición a la participación de las personas LGTBI en el clero, mientras tiene sus filas plagadas de ellas aplicando medidas homófobas, hasta que establezcan un reconocimiento honesto y real del colectivo: “La gente se da cuenta de que no es posible vivir creyendo estas cosas sobre la sexualidad”.
El presente sínodo de obispos, que espera una sesión final en octubre de 2024, ya dejó plasmada la necesidad de que no se discrimine a personas por su situación de identidad y sexualidad. A ese clavo se agarra Alison con la esperanza de que al fin se aborden cuestiones como la identidad de género. Raúl Peña va más allá y reclama “un cambio teológico” en la Iglesia que permita abordar una relación con la sexualidad más abierta. Fernando apunta: “Si [la Iglesia] no quiere que entren homosexuales, justo lo que tiene que hacer es dejarlos entrar. Cuando no se tengan que ocultar, dejará de ser una tapadera. Los seminaristas están condenados a la represión para evitar escándalos, cuando el escándalo es una sexualidad reprimida”.
“En zonas rurales era el modo de sobrevivir. Una jaula dorada”, dice un sacerdote
Un seminarista: “El problema no es que fuese homosexual, sino que se supiera”