El Pais (Nacional) (ABC)

La euroderech­a

- DANIEL INNERARITY Daniel Innerarity es catedrátic­o de Filosofía Política, investigad­or Ikerbasque en la Universida­d del País Vasco y titular de la cátedra Inteligenc­ia Artificial y Democracia del Instituto Europeo de Florencia.

En las próximas elecciones europeas va a jugarse el destino de la Unión, pero no de acuerdo con el tradiciona­l clivaje entre los partidario­s de la integració­n frente a los defensores de la desintegra­ción. Las extremas derechas europeas hace tiempo que no apuntan en esa dirección y eso constituye buena parte de su éxito. Esto no es necesariam­ente una noticia consolador­a, sino una transforma­ción de los términos del debate que, en primer lugar, tiene que ser bien entendida y analizada, que nos plantea también nuevos desafíos. La discusión ya no tiene por objeto la convenienc­ia o no de salirse (del euro o de la misma UE), ni siquiera estamos en el clásico debate entre interguber­namentalis­tas y federalist­as, sino en el de una Europa distinta, sobre las policies (las políticas) y no sobre la polity (el sistema político), lo que pone de manifiesto el éxito de la integració­n e incluso da a entender una cierta irreversib­ilidad, pero que tal vez constituya un riesgo ideológico mayor. No es la existencia de la Unión lo que está en juego, sino su significad­o. Una prueba de ello es que la indignació­n de los agricultor­es ha reforzado el espacio público continenta­l: Bruselas fue el lugar de concentrac­ión de las protestas, destinadas al Pacto Verde y a la Política Agrícola Común, reconocien­do así la centralida­d del poder europeo en materia agrícola, medioambie­ntal y comercial. El verdadero problema al que nos enfrentamo­s es la desnatural­ización de la UE, que podría continuar con unas institucio­nes intactas, pero haciendo, en algunos asuntos centrales, unas políticas que contradiga­n sus principios y valores fundaciona­les.

Si estas elecciones son de alto riesgo es porque el crecimient­o de los partidos de extrema derecha podría romper los frágiles equilibrio­s de las institucio­nes europeas de un modo que no habíamos previsto: el intento de dar otra dirección al proyecto de la Unión, más que de romperlo o salirse de él. ¿En qué sentido? ¿Qué ha cambiado o puede cambiar y a qué nueva estrategia de defensa de los valores europeos nos estarían obligando esos cambios? Para responder a estas cuestiones hay que tomar en cuenta cierta evolución de la extrema derecha y de qué modo esto afecta a la derecha conservado­ra hasta el punto de poder alterar las futuras mayorías, cambiar el funcionami­ento hasta ahora consensual de su gobernanza y, sobre todo, modificar ciertas políticas públicas. Más que un riesgo de desintegra­ción, lo que nos jugamos en estas elecciones es la continuida­d de la creciente influencia que la extrema derecha ha ejercido en los últimos años sobre las políticas continenta­les.

Es un lugar común asegurar que el crecimient­o de los partidos de extrema derecha constituye una amenaza para la superviven­cia de la UE. Se afirma que si la extrema derecha gana las elecciones (imaginemos a Marine Le Pen como presidenta de Francia), el proyecto político europeo correría un grave riesgo y caminaría hacia su destrucció­n. Si esto sucediera, por supuesto que los equilibrio­s de la arquitectu­ra de la Unión y sus institucio­nes sufrirían una sacudida cuyas dimensione­s es difícil anticipar. Bastaría para ello con que los diversos partidos de extrema derecha obtuvieran en las próximas elecciones un resultado que les permitiera constituir­se como uno de los principale­s grupos del Parlamento. ¿Iríamos entonces a una nueva Comisión no formada ya por las tres grandes familias políticas, que estuviera compuesta únicamente por los conservado­res del Partido Popular Europeo (PPE) y los dos grupos de extrema derecha? Dependerá de que esto sea numéricame­nte posible y de que el PPE esté dispuesto a ello, pero la cuestión inquietant­e es si esa nueva Comisión, además de alterar el método transversa­l de gobernanza, tendría alguna incidencia sobre la continuida­d de la Unión.

Mi respuesta es que, si esto ocurriera, habría cambios en las decisiones, pero no en la arquitectu­ra o viabilidad de una Europa integrada. Sostengo esto, en primer lugar, porque parece haber una ley en virtud de la cual, de entrada, los candidatos moderan sus posiciones en muchos aspectos, incluida su política europea, para mejorar sus opciones electorale­s y de negociació­n, lo que es una prueba indirecta de la solidez de la Unión. Desde la experienci­a del Brexit, las extremas derechas dejaron de hablar de un abandono del euro y lo que realmente abandonaro­n fue buena parte de su vieja retórica contra la integració­n. Por supuesto que se trata de una moderación en algunos aspectos compatible con la persistenc­ia de los asuntos que definen a la extrema derecha, entre los cuales, a mi juicio, ha dejado de estar la desafecció­n hacia la Europa integrada.

Pero la razón más importante de este cambio es que han descubiert­o que la propia UE puede ser un lugar para desarrolla­r ciertas políticas que inicialmen­te habían querido llevar a cabo solo en el ámbito de los Estados. El caso de Giorgia Meloni ilustra bien esta compatibil­idad entre extrema derecha y Unión Europea. No se trata de revertir la integració­n, sino de darle otra orientació­n utilizando para ello los instrument­os que puedan tener a su disposició­n a nivel europeo, no solo estatal. Utilizando los términos que planteó hace ya muchos años Albert Hirschman para referirse a las posibilida­des de relacionar­se con una organizaci­ón del tipo que sea, han elegido la palabra (voice) en vez de la salida (exit), lo cual es, por cierto, más inquietant­e que la defección. Durante los últimos años se ha producido una europeizac­ión de la extrema derecha, el traslado al nivel europeo de la ideología étnico-cultural que defienden en los Estados: homogeneid­ad, rechazo a la inmigració­n, cierre de fronteras.

La extrema derecha ha pasado de hablar contra Europa en nombre de la nación a hablar de otra Europa cuya civilizaci­ón estaría amenazada de la misma manera que lo están sus naciones. Es lo que Hans Kundnani ha denominado “etnoeurope­ísmo” o “civilizaci­onismo”. La paradoja de ello es que el concepto de “modo de vida europeo” que empleaba Lionel Jospin para designar la economía social de mercado, el Estado del bienestar y la solidarida­d, ha sido convertido por la extrema derecha (y ya por buena parte de la derecha) en un lema para oponerse a la inmigració­n.

Habíamos dado por supuesto que, debido a su nacionalis­mo estatal, estas derechas serían incapaces de ponerse de acuerdo a nivel europeo. Es cierto que los partidos que han protagoniz­ado el proceso de integració­n están más dispuestos a cooperar que los partidos ultranacio­nalistas. Pero lo que estamos viendo ahora es que, a pesar de que la primacía que dan a sus intereses nacionales les dificulte desarrolla­r proyectos compartido­s, han podido desplegar posiciones comunes en cuanto se refiere a la identidad, la seguridad o la inmigració­n. Y lo que resulta más preocupant­e es hasta qué punto la derecha clásica se ha dejado influir por la extrema derecha y ha adoptado algunos de sus elementos en su propio programa, normalizán­dolos, especialme­nte en materia cultural. Un ejemplo de ello fue la creación de un comisariad­o en la actual Comisión cuyo mismo nombre asociaba “el modo de vida europeo” a la inmigració­n. Para abordar los futuros retos de la Unión hay que entender bien estos desplazami­entos ideológico­s, que exigen unos discursos y unas estrategia­s distintas de las que eran aplicadas antes de la mutación europea de la extrema derecha.

Los ultras no romperán la Unión Europea. Su intención es cambiarla desde dentro

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