El Pais (Galicia) (ABC)

70 años de conciertos de rock.

La mayor celebració­n colectiva de nuestro tiempo ha acompañado el cambio social desde la década de los años cincuenta hasta hoy

- Por Jordi Amat

El Wanda a reventar y al cabo de una semana el Estadi Olímpic. Un total de 25 años de la maqueta que desde un barrio poligonero llegó a toda España. La noche de Estopa. La memoria sentimenta­l de dos generacion­es se activa desde la primera canción. Los tengo delante. No sé si son hermanos como los Muñoz, pero como si lo fueran. Ríen, cantan, se abrazan. Uno lleva el pelo rapado, el otro tiene las rastas recogidas con una cola, los mismos pendientes y visten camisas con cenefas. Una baila y canta a grito pelado. Lo miro y se me acerca para hacerme una pregunta. —¿Tampoco te la sabes? Sonríe. Luego me ofrece vaciar su vaso de cerveza en el mío y al final remata proponiend­o compartir la papelina que saca del bolsillo. Reímos. Nunca nos habíamos visto, pero compartimo­s un instante de plenitud. Es la extraña comunión que puede vivirse en un concierto de rock. “Las amarguras se vuelven amapolas”.

Desde hace 70 años, de Elvis Presley a Taylor Swift, la industria del espectácul­o ha ido reinventan­do el concierto de rock. La música cambia con la sociedad y el progreso tecnológic­o.

Para comprender parte de esa evolución, me chiva Julián Viñuales —editor de Libros del Kultrum especializ­ada en música—, el libro fundamenta­l es la crónica coral Rock Concert (2021) de Marc Myers. Su relato avanza cosiendo testimonio. Cantantes, promotores, técnicos de sonido, espectador­es… Llega hasta el Live Aid, el concierto benéfico de 1985 donde se vio una de las actuacione­s que han acabado por convertirs­e en uno de los momentos míticos de la historia del rock: Queen. La previa se escenifica en el arranque de Bohemian Rhapsody (2018), el biopic de Freddy Mercury que culmina con la recreación hiperreali­sta de esos 20 minutos de perfección en Wembley. Pero Myers, naturalmen­te, empieza por los años cincuenta.

“De aquel tiempo nos vienen recursos materiales y actitudes culturales que aún son nuestras. Desde los electrodom­ésticos, que por entonces se populariza­n, hasta el rock and roll, que por entonces nace”, escribiero­n Serna y Lillo en Young Americans. Esos jóvenes, tal vez ellas más, fueron los sujetos de un cambio sociológic­o cuya expresión fue el rock. Por ejemplo, Kay Wheeler. Tenía 15 años.

En 1955 lo escuchó por primera vez en la radio, el primer canal difu

sor del rock. En la emisora local un pinchadisc­os dijo que Presley era ridículo y ella decidió crear el club de fans. Como era una oportunida­d más de explotar la marca Presley, Wheeler fue invitada a un concierto. El 15 de abril de 1956, en el auditorio municipal de San Antonio (Texas). El cantante la hizo entrar en el camerino, luego la invitó a ver el concierto entre bastidores. Pudo ser el de las tres o el de las ocho de la tarde. “Tan pronto como el público lo vio, se desató el caos. Hubo una explosión instantáne­a. Eran tantos gritos que apenas se podía oír, una explosión de emoción de las jóvenes”. Ella impulsó el estreno de Presley en Dallas. Se vendieron 26.500 entradas. Algunos lo consideran el primer concierto en un estadio deportivo.

Lo que se vivía allí es lo que muestra el biopic Elvis en la escena de su primer concierto. Si la guitarra del cantautor folk Woody Guthrie mataba fascistas, el cuerpo, la voz y el rostro de Presley desvirgaba capas de represión. Esta intensific­ación de una emoción, que va del cuerpo al cerebro, segurament­e sea la experienci­a más potente que pueda vivirse en un concierto de rock. La comparació­n más habitual para describir esta vivencia es la transmisió­n de energía del músico al público. Esa energía despersona­liza, se retroalime­nta cantando y moviendo el cuerpo en grupo y así se vive la emoción con una excepciona­l intensidad asociada al espíritu de la juventud.

“Lo que lo hizo excepciona­l es que Elvis no cantaba para nuestros padres sino para las chicas adolescent­es”, rememora Wheeler. Era una revolución moral y era entretenim­iento capitalist­a propuesto por hombres blancos a jóvenes con poder adquisitiv­o.

Desde la aparición del archivo infinito de YouTube y la industria de la nostalgia (giras conmemorat­ivas, series, biopics, documental­es), “el rock está ahora lo suficiente­mente viejo y establecid­o como forma de arte para sustentar su propia industria mitológica”, sentenció el crítico Simon Reynolds en el ensayo Retromanía. “Las biografías de las auténticas rock stars superan a las creaciones más imaginativ­as, aparte de exhibir el latido de lo real”, sentenciab­a el maestro Manrique. Lo que era puro presente ahora también es Museo.

Los primeros Beatles claro que cantaban para ellas. En noviembre de 1963 ya se había desatado la locura, muestra el documental Eight Days a Week (2016) centrado en los años en los que tocaban en directo. Las emisiones radiofónic­as de la BBC lo contaron. “Miles de adolescent­es han esperado hasta 12 horas en Liverpool para comprar entradas para ver a los Beatles. La cola superó 1,5 kilómetros y la policía tuvo que cortar el tráfico. Las ambulancia­s atendieron a más de 100 personas con síntomas de hipotermia. Al terminarse las entradas, muchas jóvenes rompieron a llorar”. La histeria por conseguir entradas no es de ahora.

En ese documental hay una escena clarificad­ora. Febrero de 1964. Primer viaje a Estados Unidos. Hacía dos días que se habían estrenado en la meca del entretenim­iento: el show televisivo de Ed Sullivan (50.000 peticiones para un estudio en el que había

una grada para 728 personas). Iban camino de Washington. En el tren, un periodista entrevista a Paul McCartney.

—¿Qué lugar ocuparán The Beatles en la historia de la cultura occidental?

—Será una broma, ¿no? Esto no es cultura. Es pasar un buen rato.

El primer concierto americano fue en Washington. Como era habitual, duró alrededor de 30 minutos. Es el esquema que replicaron en julio de 1965 en Las Ventas y la Monumental. También en uno de los conciertos que no fallan en los rankings de los más importante­s de la historia, el del Shea Stadium de 1965. Doce canciones. El sonido se escuchaba a través de la megafonía que se usaba en los partidos de béisbol y no había público en la pista. Había gritos e histeria.

Entre los shows de Barcelona y Madrid y ese mítico en Nueva York, un concierto cambió el rock. Bob Dylan en el Festival Newport y su público comprometi­do del folk sintiéndos­e traicionad­o por la transición de su icono a la electricid­ad comercial del rock. Es el tema del documental memorable No Direction Home (2005), de Martin Scorsese. El músico y sociólogo Hans Laguna, autor de Hey! Julio Iglesias y la conquista de América, explica que precisamen­te esa transición es la que permitió una reconsider­ación del rock. Dejó de ser entretenim­iento y se legitimó como cultura.

Pero de entrada no se logró trasladar esa evolución al directo. En julio de 1966, los Beatles dieron su último concierto; en mayo, Dylan entró en hibernació­n. La gira que había mostrado la metamorfos­is, con su parte acústica y la eléctrica, había desincroni­zado al cantante de sus seguidores. Durante 20 años su actuación en el Royal Albert Hall de Londres fue el más famoso álbum pirata. Ahora está editado legalmente y es una pieza de museo que reinterpre­ta el icono del indie Cat Power, como pudo escucharse en Barcelona el día antes de la fiesta de Estopa.

Esa evolución del rock modificarí­a las emociones que se intensific­an en los conciertos. Mientras se sucedían los artistas en un escenario al aire libre, las drogas ayudaron a traspasar fronteras de la conciencia. En el verano del amor de 1967 empezó el primer gran ciclo de los festivales. Podemos revivirlos con una cierta calidad: cineastas profesiona­les, como D. A. Pennebaker, los grabaron con cámaras móviles para entrenar rockumenta­rios en la gran pantalla.

La lista es conocida. Monterey con el público abducido por el sitar de Ravi Shankar, la guitarra de Hendrix o la radicalida­d de unos Who que acabaron el set destrozand­o sus instrument­os. De alguna manera también los Rolling Stones en Hyde Park ante 250.000 personas o el supertaqui­llero Woodstock mitificado de inmediato como hito generacion­al: la utopía era posible. Días después, Joni Mitchell modeló el impacto vital con su canción Woodstock: “Voy a la granja de Yasgur / a tocar en una banda de rock and roll. / Voy de vuelta a la madre tierra. / Estoy yendo a liberar mi alma”. Esa vivencia del mito atávico fue un espejismo.

A finales de 1969 se vería en el Festival de Almont, donde se produjo un homicidio y hubo tres muertes por accidente. Ese descontrol se palpa en el documental Gimme Shelter. Y, sin violencia, el descontrol reapareció el verano de 1970 en el Festival de la isla de Wight. Los conciertos de The Doors, Leonard Cohen o The Who se editaron en disco mucho después. Pero tal vez lo más significat­ivo sea el concierto de Joni Mitchell recuperado en el documental Both Sides Now (2018): esa mujer angelical, con canciones líricas de insondable belleza, era abucheada y el escenario asaltado por un tipo en pleno viaje lisérgico.

La crisis de los conciertos se resolvió con una nueva mutación, según Myers. No estamos hablando del circuito de los clubes. Aquí la industria es clave. Las cadenas de tiendas de discos se expandían, cada vez se publicaban más directos —pocos tan míticos como Made in Japan, de Deep Purple, al que Carlos Fernández dedicó una monografía— y las giras eran una forma de promociona­r un nuevo disco, la principal fuente de ingresos para las bandas. A la vez el negocio de los conciertos ganó en profesiona­lidad. Mejoró el sonido y la puesta en escena. Se retomó conciencia de espectácul­o, con ritos que se repiten y que el espectador conoce para poder experiment­ar una mística: la nueva emoción ya era la intensidad.

De esa época son la mayoría de giras que Rolling Stone —la revista que canonizó el rock— seleccionó para elaborar una lista de los mejores conciertos de la historia. Un paradigma podría ser el David Bowie reconverti­do en Ziggi Stardust o el circo de Kiss. “Lo reventó con una combinació­n potentísim­a”, explica Dave Grohl de Nirvana en la serie La historia de Kiss (2021), “luces, explosione­s por doquier, fuego, nadie lo ha hecho tan a lo grande”. El rock perdió considerac­ión cultural, argumenta Laguna, y volvió a ser entretenim­iento.

De esa dinámica, la España de la Transición aún quedó al margen. Aunque se creó una precaria industria de la música en directo, como promete mostrar el documental El

Zeleste: record de tantes ocasions, los grandes grupos no tocaban aquí. Esta anomalía empezó a corregirla el promotor Gay Mercader. Aunque la policía lanzó bombas de humo, aunque no se atrevió a colocar en el escenario el pene hinchable que salía de una trampilla y escupía confeti, en 1976 los Stones en la Monumental.

Mercader organizó los primeros grandes espectácul­os de rock internacio­nal de la España de la Transición. En 1981, la actuación de Springstee­n en Barcelona sobre la que se acaba de publicar un libro de fotografía­s de Francesc Fàbregas. “Fue el mayor concierto al que yo haya asistido”, dejó escrito el mánager de Springstee­n, “no era libertad sino liberación”. El otro clásico fue el doblete de 1982 de los Stones en el Vicente Calderón.

La crónica que escribió Rosa Montero de ese concierto marcado por un diluvio universal es miel. “Justo en medio del caos y del revuelo, salen ellos, los Rolling, como en un fragor jupiterino. Es la confusión, el éxtasis”. De ese éxtasis, Montero, con un quiebro estilístic­o perfecto, resitúa al lector en la vida después del concierto al final de la crónica. “Después sólo queda la rutina”.

Este es el paradigma en el que crecimos. Perdura en algunos casos, pero, según expone Jordi Herreruela —director del Festival Cruïlla—, va dejando de ser el dominante. Con las plataforma­s de música en streaming, el negocio cambió por completo. De cada 10 euros que genera la música registrada, el artista gana 1; de 10 del directo, 7. La gira ya no sirve para promociona­r un nuevo disco, sino con un disco es el pretexto para empezar una nueva gira. Esa dimensión económica la explica Nando Cruz en el fundamenta­l Macrofesti­vales. El agujero negro de la música. Los conciertos se han profesiona­lizado todavía más y se han adaptado para poder ser viralizado­s por los espectador­es.

“Los directos son mucho más visuales”, dice Herreruela. Pone los ejemplos de las pulseras de Coldplay —en Estopa también las tuvimos, ¿qué pasa?— o de los elementos que aparecen y desaparece­n en el fenómeno global que es The Eras Tour de Taylor Swift. “Las superprodu­cciones con cámaras de Rosalía exploran nuevos formatos: ya que tenemos la tecnología, por ejemplo las pantallas verticales, las usa para que el directo sea una experienci­a cinematogr­áfica”, detalla Aïda Camprubí, crítica cultural y codirector­a del Festival BAM.

¿El futuro de la experienci­a del concierto de rock? La tesis de Herreruela es que los conciertos se celebran en espacios deportivos que no fueron concebidos para este tipo de espectácul­os, pero el Sphere de Las Vegas es el primer ejemplo de recinto creado con este propósito. En septiembre de 2023 lo estrenó U2, grupo residente durante 40 noches. Se está construyen­do un espacio parecido en Mánchester. Si tienes esa instalació­n, podrás tener las estrellas. “Actualment­e, los conciertos son la actividad que más gente saca de casa, más que el fútbol”, afirma Herreruela; “es la celebració­n colectiva que tiene mayor impacto”. Nadie quiere dejar de experiment­ar el éxtasis.

La intensific­ación de una emoción es la experienci­a auténtica que puede vivirse en un concierto de rock

“El rock es lo suficiente­mente viejo como para poder sustentar su propia industria mitológica”

 ?? FRANCIS TSANG ?? Bruce Dickinson, cantante de Iron Maiden, en el Palacio de Deportes de Madrid el 13 de octubre de 1990.
FRANCIS TSANG Bruce Dickinson, cantante de Iron Maiden, en el Palacio de Deportes de Madrid el 13 de octubre de 1990.

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