Adiós, Fernando Morales, siempre estuviste al lado
Cuentan que la depresión a veces está tan cronificada que impide el llanto, tan liberador para los que la sufren. No llorar se puede convertir en un infierno sin desahogo físico, también sentimental. Pero he recibido la inesperada visita de las lágrimas en dos ocasiones y en una semana. No todo está perdido. Me ocurrió el domingo después de una milagrosa conversación telefónica con el amor de niñez, o sea a perpetuidad, con una mujer de la que no poseía ningún dato después de 60 años. Y vuelvo a sentir esa humedad en los párpados y en el corazón cuando me cuentan que mi amigo Fernando Morales se ha largado involuntariamente al otro barrio. La memoria se llena de recuerdos venturosos. Y entiendo que no me cogiera el teléfono o respondiera a mis mensajes desde hace meses. Lo tenía lógica y patéticamente apagado. Quiero creer que la angustia no se cebó con él cuando intuyó o supo que llegaba el final. Me cuenta su mujer que se largó plácidamente, que el sufrimiento no se ensañó con él. Bendito sea.
Compartí la misma página con este señor desde hace 17 años. Yo escribía columnas sobre la televisión, o sobre la vida, y él, junto a Miguel Ángel Palomo, informaba de las películas que exhibían las televisiones. Antes de las plataformas, del cine a la carta y en diferido. Era un verdadero profesional, un currante ejemplar. Y también un ser vitalista, cálido, malhumorado, pero siempre de verdad.
Qué gozo haber conocido y querido a tan formidable ser humano. Era integralmente bueno, sin reverso, nada complicado o tenebroso, no necesitaba recurrir a los engañosos filtros, tan brutalmente sincero como generoso, poseedor de una risa explosiva, alguien que se descojonaba con sus chistes o sus apreciaciones sin esperar la complicidad del oyente. A veces elemental en sus juicios, pero siempre alguien auténtico, algo tan anormal como un hombre bueno, correspondido en el inmenso amor por su mujer y por su hija, con placeres sencillos (los porros fueron durante mucho tiempo su único e inocuo vicio), comprensivo y leal, en posesión de bendita y transmisible alegría. También se movía bien en el silencio, en su intención de comprender a los desesperados, siempre sabías que estaba ahí. Me gustaba abrazarle en cada encuentro, compartí con él tantas risas e intimidades.
Y sigo llorando, Fernando. Cómo te voy a echar de menos, aunque el desastre físico que se ensañó contigo en los últimos años nos separara. Siempre tendrás un lugar privilegiado en mi alma. Eras lo mejor que se puede ser en este mundo, la persona más legal. Y sonrío al recordarte.
Decir permafrost puede sonar a ciencia, a deshielo y calentamiento. Una noticia en televisión. Pero hay una comunidad donde permafrost equivale a decir suelo, porque sobre él se asientan los cimientos, las casas, las escuelas. Parar ese drama es la lucha de activistas inuit como Jennifer Kilabuk, de 32 años, llegada a Madrid desde las tierras esquimales de Iqaluit, Nunavut (Canadá), para recoger el premio que la Sociedad Geográfica Española ha concedido a Sheila Watt Cloutier, destacada ambientalista canadiense que ha dado voz a esta comunidad y que no pudo viajar por cuestiones de salud.
Pregunta. Usted observa el cambio climático desde el patio de su casa. ¿Qué ve?
Respuesta. Veo cómo se descongelan el hielo, la nieve y el permafrost, y cómo eso impacta en nuestras casas, infraestructuras, salud, alimentación. Las casas se están agrietando, los cimientos se rompen, las tuberías también. Y el moho se adueña de las paredes.
P. ¿Lo ha visto siempre o se ha acelerado?
R. Va aumentando, cada vez más personas necesitan más recursos para hacer frente a los efectos en sus casas. Porque no nos queremos ir, es nuestra comunidad,