El Pais (Catalunya) (ABC)

Adiós, Fernando Morales, siempre estuviste al lado

- CARLOS BOYERO

Cuentan que la depresión a veces está tan cronificad­a que impide el llanto, tan liberador para los que la sufren. No llorar se puede convertir en un infierno sin desahogo físico, también sentimenta­l. Pero he recibido la inesperada visita de las lágrimas en dos ocasiones y en una semana. No todo está perdido. Me ocurrió el domingo después de una milagrosa conversaci­ón telefónica con el amor de niñez, o sea a perpetuida­d, con una mujer de la que no poseía ningún dato después de 60 años. Y vuelvo a sentir esa humedad en los párpados y en el corazón cuando me cuentan que mi amigo Fernando Morales se ha largado involuntar­iamente al otro barrio. La memoria se llena de recuerdos venturosos. Y entiendo que no me cogiera el teléfono o respondier­a a mis mensajes desde hace meses. Lo tenía lógica y patéticame­nte apagado. Quiero creer que la angustia no se cebó con él cuando intuyó o supo que llegaba el final. Me cuenta su mujer que se largó plácidamen­te, que el sufrimient­o no se ensañó con él. Bendito sea.

Compartí la misma página con este señor desde hace 17 años. Yo escribía columnas sobre la televisión, o sobre la vida, y él, junto a Miguel Ángel Palomo, informaba de las películas que exhibían las television­es. Antes de las plataforma­s, del cine a la carta y en diferido. Era un verdadero profesiona­l, un currante ejemplar. Y también un ser vitalista, cálido, malhumorad­o, pero siempre de verdad.

Qué gozo haber conocido y querido a tan formidable ser humano. Era integralme­nte bueno, sin reverso, nada complicado o tenebroso, no necesitaba recurrir a los engañosos filtros, tan brutalment­e sincero como generoso, poseedor de una risa explosiva, alguien que se descojonab­a con sus chistes o sus apreciacio­nes sin esperar la complicida­d del oyente. A veces elemental en sus juicios, pero siempre alguien auténtico, algo tan anormal como un hombre bueno, correspond­ido en el inmenso amor por su mujer y por su hija, con placeres sencillos (los porros fueron durante mucho tiempo su único e inocuo vicio), comprensiv­o y leal, en posesión de bendita y transmisib­le alegría. También se movía bien en el silencio, en su intención de comprender a los desesperad­os, siempre sabías que estaba ahí. Me gustaba abrazarle en cada encuentro, compartí con él tantas risas e intimidade­s.

Y sigo llorando, Fernando. Cómo te voy a echar de menos, aunque el desastre físico que se ensañó contigo en los últimos años nos separara. Siempre tendrás un lugar privilegia­do en mi alma. Eras lo mejor que se puede ser en este mundo, la persona más legal. Y sonrío al recordarte.

Decir permafrost puede sonar a ciencia, a deshielo y calentamie­nto. Una noticia en televisión. Pero hay una comunidad donde permafrost equivale a decir suelo, porque sobre él se asientan los cimientos, las casas, las escuelas. Parar ese drama es la lucha de activistas inuit como Jennifer Kilabuk, de 32 años, llegada a Madrid desde las tierras esquimales de Iqaluit, Nunavut (Canadá), para recoger el premio que la Sociedad Geográfica Española ha concedido a Sheila Watt Cloutier, destacada ambientali­sta canadiense que ha dado voz a esta comunidad y que no pudo viajar por cuestiones de salud.

Pregunta. Usted observa el cambio climático desde el patio de su casa. ¿Qué ve?

Respuesta. Veo cómo se descongela­n el hielo, la nieve y el permafrost, y cómo eso impacta en nuestras casas, infraestru­cturas, salud, alimentaci­ón. Las casas se están agrietando, los cimientos se rompen, las tuberías también. Y el moho se adueña de las paredes.

P. ¿Lo ha visto siempre o se ha acelerado?

R. Va aumentando, cada vez más personas necesitan más recursos para hacer frente a los efectos en sus casas. Porque no nos queremos ir, es nuestra comunidad,

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Fernando Morales.
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PABLO MONGE Jennifer Kilabuk, el 26 de abril en Madrid.

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