Hannah Arendt ante el Tribunal Constitucional
I DERECHO Resulta que los amnistiados juran y perjuran que lo volverán a hacer. Si se afirma que el futuro va a ser como el pasado y nada va a cambiar, entonces ¿para qué perdonar? Sería un perdón yermo, fútil y arbitrario
EN UN PRECIOSO pasaje de su libro La condición humana, la pensadora alemana observa que la acción humana cuenta con dos potencialidades extraordinarias e inauditas para escapar de la fragilidad social que conllevan la violencia interminable y el crimen repetitivo entre los humanos. Es decir, para escapar de la irreversibilidad del pasado -deshacer lo hecho- y crear una nueva trama narrativa en la que realizarse seguro como ser político. Y son las potencialidades del «perdón» y la «promesa».
Con la facultad de perdonar se consigue romper la cadena ciega de la violencia y hacer así posible para una generación «un nuevo recomenzar». ¡Sustraerse al Damocles del pasado! Tarea de dioses y, sin embargo, al alcance de los hombres. Pero junto al perdón, muy junto, está la facultad de hacer promesas, pues es la que permite establecer, en ese océano de inseguridad que por definición es el futuro, unas «islas de seguridad» sin las cuales no podría haber continuidad en las relaciones entre los hombres.
Perdonar y prometer. Juntos para Hannah Arendt, necesariamente entrelazados: sin perdón no podemos llegar a pensar siquiera en prometer nada, pues por qué lo haríamos, y sin promesa de una isla de paz futura ninguna sociedad humana perdonaría nada, pues para qué lo haría.
Leí hace unos días el auto del 24 de julio de 2024 de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, redactado por el magistrado ponente Leopoldo Puente, y me vinieron raudas a las mientes las palabras de Arendt. Y es que existe una íntima conexión –probablemente ajena al ánimo de su autor– entre el planteamiento concreto y particular de la Sala sobre la Ley de Amnistía (no sobre la constitucionalidad de la amnistía in genere, sino sobre esta particular amnistía, como se preocupa de señalar desde el principio) y las poéticas palabras de la filósofa. Procuraré desvelarlo en este artículo.
No sin antes señalar, con cierta alegre sorpresa, que este auto del Supremo está redactado con un lenguaje y una expresividad que resultan ciertamente insólitos en un documento judicial. No hay gerundios, para entendernos, sino una prosa inspirada y sencilla, técnica pero también retórica. Un constitucionalista reputado lo ha considerado, con reproche, un tanto «ligero». Quizás tenga razón, pero a mí, que siempre he ejercido el derecho como abogado, me ha recordado al alegato inspirado y retórico (sí, retórico) de un buen letrado, que pelea su causa ante un tribunal, en este caso el Constitucional, usando sin miedo de todos sus registros de convicción porque cree a pies juntillas en su argumento. Porque el Supremo lo deja claro: no tiene la más mínima duda de que esta concreta amnistía es inconstitucional, por constituir un atentado escandaloso contra la igualdad de los ciudadanos e implicar además una arbitraria disminución de la seguridad jurídica.
La igualdad, claro. De acuerdo todos -cómo no- en que la igualdad como valor constitucional tolera, incluso exige, un trato desigual en muchos supuestos. Igual para los iguales, desigual para los desiguales: lo formuló Aristóteles al tratar de la justicia. Pero la desigualdad de trato, para ser constitucionalmente admisible, exige que concurra en el caso un fundamento que, bien ponderado, sea compatible con los valores de la Constitución; y que la discriminación introducida por la Ley sea idónea para conseguir ese fin. ¿Por qué a los que tiran adoquines gritando independencia no se les va a castigar y sí a los que gritan insultos corrientes?
Este «por qué» es la cuestión nodal, pero es una cuestión que exige una primera toma de partido ciertamente curiosa. Porque sucede con la Ley de Amnistía algo raro: que no está claro dónde buscar y encontrar la finalidad que la explica y justifica. ¿Cómo así? Pues porque se puede buscar en la realidad política y pública previa (que constituye un hecho «notorio», dispensado de prueba), y entonces diremos que se perdonó a los convictos a cambio de sus votos para investir a un Gobierno. Y poco valor constitucional tendría ese torpe motivo. O se puede buscar en el preámbulo de la ley, allí donde la necesidad se viste de virtud, y entonces leeremos que se hace para lograr la reconciliación y convivencia pacífica y ordenada de la sociedad catalana, es decir, la paz pública en el marco democrático. Aceptado que es el preámbulo el que expresa válidamente el motivo del perdón, no la realidad, entonces sí se trataría de ponderar en este caso el valor de la justicia con el valor de la paz social.
El auto es generoso con el legislador en este punto –¿quizá demasiado?–: a pesar de ser como era la realidad política previa, dice que ello no es necesariamente obstativo para que la finalidad de la Ley de Amnistía sea la que expresa el preámbulo. Me recuerda a la distinción entre «causa» y «motivos» cuando se trata de un contrato u otro acto jurídico. Una distinción complicada y sutil. Pero el auto, digo, es generoso y da por posible y válida en derecho la sustitución de una realidad por otra, la necesidad por la virtud, sin plantearse que quizás la virtud necesaria no puede ser virtud real, porque está irremediablemente contaminada por su origen.
Bueno, pues aceptada como auténtica la finalidad aducida por el legislador, el auto observa que la misma podría ser, en abstracto, admitida como causa constitucionalmente legítima para la amnistía, si no fuera porque falta en ella un requisito esencial: la vía elegida –el perdón– no es en este caso idónea para lograr el fin buscado, de manera que la amnistía se formula en unos términos inconsistentes y contradictorios con su finalidad declarada. Y no se trata de un juicio de futuro, sino de uno actual. Si una ley impusiera una carga tributaria a los ciudadanos negros alegando como motivo el combatir el cambio climático, diríamos que es una ley inadmisible porque el medio es inidóneo para el fin.
En el caso de la Ley de Amnistía, la inidoneidad deriva del hecho de que aquellos ciudadanos catalanes afectados por una sensación política de apartamiento y desafección con respecto a la democracia española tal como para romper las reglas del juego, y cuyos excesos se perdonan con el fin de recuperarlos para la convivencia, resulta que juran y perjuran que «lo volverán a hacer». Nadie les pide que dejen su ideología independentista, que dejen de trabajar por la secesión, que renuncien a su política: sólo se les pide que prometan que no van a tirar adoquines de nuevo. Y a esto es a lo que se niegan orgullosos de su apartamiento. ¿Cómo entonces sostener que con el perdón se reintegrarán en la convivencia democrática, cuando ostentosamente se reservan el derecho ilimitado a tirar adoquines y así no reintegrarse? Con ese perdón no condicionado a promesa o caución alguna lo que se consigue más bien es incentivar comportamientos incívicos, no superarlos.
El auto del Supremo recuerda al alegato inspirado y retórico de un buen letrado
HANNAH ARENDT suscribiría desde su filosofía lo que el Tribunal Supremo expresa con una prosa más concreta: el perdón como acción humana que abre la posibilidad de un futuro de convivencia exige necesariamente ir acompañado de la promesa de respetar ese futuro. Porque si se afirma que el futuro va a ser como el pasado y nada va a cambiar (»lo volveremos a hacer»), entonces ¿para qué perdonar? Sería un perdón yermo, ayuno de futuro. Fútil y arbitrario.
Claro que la judía Arendt escribía como filósofa desde la abstracción y la intemporalidad de la condición humana, y Leopoldo Puente lo hace en cambio desde la historia y situado en el fango que la acompaña. Diferencia relevante para la conclusión, nos guste o no.