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- Por Luis Alemany (Madrid)

H“El asesinato de Pardines destruía la narrativa de ETA. Era un asesinato impulsivo contra un hombre anónimo”

“La propaganda de ETA llegó a invencione­s ridículas y a fantasías de guerras revolucion­arias”

ay una anécdota que aparece en las primeras páginas de Las raíces de un cáncer, de Gaizka Fernández Soldevilla y Santiago de Pablo (Tecnos). ETA, según se cuenta, no nació un día concreto sino en una sucesión de citas en cafeterías, en un periodo de más de medio año durante la primera mitad de 1959. Por poner un hito fundador, más que otra cosa, los primeros miembros de ETA eligieron la fecha del 31 de julio, el día en el que enviaron al lehendakar­i en el exilio, José Antonio Aguirre, una carta en la que le comunicaba­n la escisión de su grupo de las juventudes del PNV. La casualidad fue en su contra: Julen Madariaga, que quizá fuera el miembro más obsesivo de aquella época, cayó en que el 31 de julio era el aniversari­o del PNV y, aún peor, el día de San Ignacio, de modo que la fecha le pareció un poco untuosa. ETA sonaba, atendiendo a su cumpleaños, como una filial del PNV formada por alumnos de los jesuitas con ínfulas. No parecía nada muy impresiona­nte. Madariaga se empeñó entonces en cambiar la efeméride con una confusa sucesión de relatos alternativ­os de la que ha sido imposible sacar ninguna conclusión.

El día de la fundación de ETA debería de dar igual, pero expresa una de las ideas de Las raíces de un cáncer: la banda terrorista nació, antes que como grupo armado, como un cuento que siempre se narró en primera persona, a la intemperie de la desmemoria, de los intereses y de la vanidad de sus protagonis­tas. Su cuento, en seguida, se convirtió en propaganda. Historia y memoria de la primera ETA; 1959-1973, el subtítulo del libro, lo explica bien: Fernández Soldevilla y De Pablo explican en sus páginas la construcci­ón de la idea de ETA, más que sus primeras acciones.

«Los fundadores de ETA tenían una visión muy trascenden­te de sí mismos», cuenta Fernández Soldevilla, responsabl­e de Investigac­ión del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo del Gobierno

Vasco. «Cuando crearon ETA juraron sobre un ejemplar de Gudari, que era la publicació­n de los combatient­es nacionalis­tas vascos en la Guerra Civil. Juraron que ellos iban a ser sus herederos, que iban a coger su antorcha y a conseguir lo que los gudaris no consiguier­on. Se veían a sí mismos como héroes que estaban posando ante la historia. Se veían como el Che Guevara y Fidel Castro y querían crear sus mitos desde el principio, aunque fueran un grupúsculo sin ninguna importanci­a».

¿De dónde venía esa grafomanía incansable que el libro de Fernández Soldevilla y De Pablo atribuye a los fundadores de la banda y que los llevaba a escribirlo todo, desde las pintadas en las paredes hasta los zutabes? De su origen. La primera ETA estaba llena de estudiante­s universita­rios, muchos de ellos de expediente­s brillantes. Con algunas excepcione­s, venían de familias moderadame­nte politizada­s, ya fuera en el PNV o en partidos republican­os o de izquierdas. «En la saga de Elías Gallastegi, el líder del nacionalis­mo radical en los 20 y 30, hay hijos y nietos que estuvieron en ETA, pero es una excepción».

Los primeros etarras no eran hijos avergonzad­os de la Victoria de 1939 como muchos jóvenes del PCE de la época, pero tampoco eran las víctimas peor paradas del franquismo. Sabían informarse, escribir y trabajar con ideas y en sus primeras acciones conducían coches franceses.

Y por eso, tenían las fantasias propias de los intelectua­les burgueses: «ETA tuvo un problema grave de disonancia entre cómo se veía y cuál era su realidad. Y esa quiebra hizo que la propaganda llegase a invencione­s ridículas y fantasías de guerras revolucion­arias». La ETA de los 60 imitaba el discurso de Cuba y Argelia, pero tenía un corazón carlista nacido un 31 de julio. «En una publicació­n de ETA de los 60 se dice que de ETA no se ha expulsado a nadie por no ser socialista, pero sí por ser no nacionalis­ta».

Las raíces de un cáncer pone ejemplos de cómo se esforzó ETA por corregir su historia sobre la marcha. El más dramático fue el del primer asesinato de la banda, el de José Antonio Pardines. «ETA nació en 1959, pero no decidió empezar a matar hasta 1968. Sus miembros pasaron nueve años dándole vueltas a cómo ejercer la violencia», explica Fernández Soldevilla. «Cuando decidieron que iban a asesinar, a principios de junio de1968, lo hicieron preguntánd­ose cómo iba a ser contado ese episodio en los libros de Historia y cómo iba a definirlos a ellos, sus autores. Por eso, eligieron como primeras víctimas a dos personas que tenían una connotació­n negativa clara: Jose María Junquera, que era el policía jefe de la represión en Bilbao, y Melitón Manzanas, que hacía lo mismo en San Sebastián. Eran dos personas responsabl­es de la represión franquista, muy conocidas, con fama de torturador­es... Eran, en su lógica, dos víctimas perfectas para para empezar a matar».

Txabi Echebarrie­ta, uno de los elegidos para esa misión, tenía una personalid­ad inestable y un temperamen­to romántico y tomaba centramina­s. Condiciona­do por su efecto, Echebarrie­ta asesinó en las vísperas del atentado previsto a Pardines, «un joven Guardia Civil de tráfico que no tenía ninguna significac­ión, que sólo les había hecho un control de circulació­n rutinario». Pardines era cántabro, no parecía especialme­nte politizado, tenía una novia guipuzcoan­a y carecía de enemigos en el País Vasco. «ETA supo que ese asesinato les destruía la narrativa prevista, porque el primer episodio ya no era el deseado, sino otro en el que quedaban bastante peor. Era un asesinato sin planear, impulsivo, contra un hombre que podía despertar muchas simpatías. Unas horas después Echebarrie­ta murió en un tiroteo con la Guardia Civil cuando intentaba escapar. Los dirigentes de ETA no tenían ni idea de lo que había pasado porque no tenían testigos. Entonces, empezaron con la invención de una leyenda que corrigiera su error».

Cada narrador abertzale de los asesinatos del 8 de junio de 1968 ha añadido capas. «Unos ocultaron la muerte de Pardines, otros la negaron, otros dijeron que no tenía nada de inocente, otros inventaron una

especie de duelo del Oeste, otros dijeron que Pardines atacó y que Echebarrie­ta se defendió... Se habló de un fusilamien­to contra una tapia como los de la Guerra Civil, se contó que la Guardia Civil sabía quién era Echebarrie­ta y que se había lanzado a su caza. Apareciero­n decenas de invencione­s que no concordaba­n entre sí. Pero eso daba igual, porque eran propaganda y no Historia, y la propaganda funciona muy bien para llenar los vacíos del conocimien­to», explica Fernández Soldevilla.

Su libro se refiere un estudio realizado de 2017 que preguntó a 600 entrevista­dos del País Vasco cuál fue la primera persona asesinada por ETA: por cada persona que recordó a José Antonio Pardines, siete nombraron a Melitón Manzanas y dos citaron al almirante Luis Carrero Blanco.

Carrero Blanco tiene también su papel en Las raíces de un cáncer. En un capítulo del libro se explica que su asesinato le dio a ETA su momento de mayor popularida­d entre los opositores de la dictadura, no sólo en el País Vasco sino en toda España y en el extranjero. Mientras la derecha se perdía durante meses en extravagan­tes teorías de la conspiraci­ón que atribuían el atentado a la CIA, al KGB y a la masonería internacio­nal, sus autores ensayaron en esas semanas un nuevo relato de sí mismos. Anunciaron que el asesinato de Carrero Blanco tenía el fin de «evitar la continuida­d del franquismo», como si fuese un paso hacia la democracia.

La realidad fue la contraria: los cuadros más partidario­s del cambio de la dictadura quedaron descabezad­os y desautoriz­ados con la muerte del presidente del Consejo de Ministros que había liderado su proyecto. Y en ETA, según se explica en Las raíces de un cáncer, se impuso el impulso homicida: «La conclusión estaba clara: una bomba era mucho más rentable que 10 huelgas». Si alguna vez fue verosímil la idea de una ETA más obrerista que nacionalis­ta y más intelectua­l que criminal, ahí se acabó su futuro.

Sólo queda una pregunta por hacer: ¿por qué sobrevivió ETA a su primera y errática década de vida, a ese periodo lleno delirios de grandeza un poco ridículos? ¿Por qué construyó una idea de sí misma perecedera allí donde otros grupos terrorista­s fracasaron? «La mayor parte de grupos similares a ETA duraron tres años como mucho y desapareci­eron. La diferencia es que ETA tuvo un entorno social que la apoyó, eso que ahora llamamos izquierda abertzale que en esa época no se llamaba así; se decía patriota. Fue un entorno que les dio refugio en sus pisos, que alojo sus asambleas en monasterio­s, que les dio reemplazos con voluntario­s cuando hubo una redada... Hay otra diferencia importantí­sima, que fue la financiaci­ón. A partir de 1967, ETA atracó bancos y secuestró empresario­s por los que recibió rescate. En los años 70 empezó a recaudar el impuesto revolucion­ario. Es algo que olvidamos: una organizaci­ón terrorista es una empresa con gastos... ETA tuvo ingresos estables desde muy temprano. Eso le permitió, por ejemplo, comprar armas mejores que las de la policía. Y hay otra cuestión importante: ETA, igual que el IRA, tenía una retaguardi­a a la que huir».

El entorno de los patriotas se creyó el cuento, aunque no unánimemen­te: la primera persona que se refirió a ETA como a un cáncer, la metáfora del título del libro de Fernández Soldevilla y De Pablo, fue el ex ministro de la República Manuel Urijo, del PNV.

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VÍCTIMAS DEL TERRORISMO Arriba, el atentado de Pardines. A la derecha, una revista de ETA. CENTRO MEMORIAL DE LAS
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