La crisis malasia de los calcetines blasfemos
La venta de unos calcetines con la palabra ‘Alá’ impresa desata una ola de furia y un conato de violencia en el reino asiático, de mayoría musulmana, obligando a intervenir al monarca
La pluralidad étnica y la convivencia pacífica y hasta armoniosa entre muchos y muy distintos credos han caracterizado siempre a Malasia, la confederación del sudeste asiático que presume de contar con una sociedad que, en general, es profundamente tolerante y donde, a diferencia de otras naciones de la región, no se han vivido apenas episodios reseñables de fanatismo racial o religioso. Y, sin embargo, expertos y dirigentes locales alertan en los últimos años de que el extremismo, que tanto está golpeando a buena parte del globo, empieza también a penetrar en este reino, algo que preocupa cada vez más a sus dirigentes.
De ahí la rápida y enérgica reacción del mismo rey, Ibrahim Iskandar –que asumió la jefatura de Estado el pasado enero–, para apagar la chispa que amenazaba tanto con hacer saltar un fuego de intolerancia y sectarismo de consecuencias impredecibles como con descarrilar la frágil coalición gubernamental.
Todo comenzó semanas atrás cuando, en pleno mes sagrado del ramadán, varios establecimientos de KK Mart, la segunda cadena de minitiendas más importante de Malasia, con unas 800 sucursales en todo el país, pusieron a la venta calcetines que tenían grabada en la parte del tobillo la palabra Allah –Alá–. Se corrió la voz de inmediato y desencadenó una enorme ola de indignación entre muchos fieles musulmanes. Y al menos un par de tiendas resultaron atacadas con cócteles molotov, atentados que generaron daños materiales aunque ningún herido. Los principales ejecutivos de la cadena de tiendas fueron acusados de un delito de ofensa de los sentimientos religiosos por el que deberán dar cuenta ante la Justicia. Los empresarios en cuestión se disculparon públicamente por lo sucedido y lo justificaron explicando que los calcetines formaban parte de masivos lotes de prendas fabricadas en China y que habían sido puestos a la venta casi inconscientemente.
Las redes se llenaron de mensajes cargados de ira.
Y voces vinculadas a ese extremismo islámico que tanto se teme se propague en Malasia vieron en el episodio una oportunidad de oro para lanzar sus andanadas. La cuestión alcanzó un punto especialmente preocupante cuando un dirigente político, Mohamed Akmal Saleh, líder de las Juventudes de UMNO –Organización Nacional de los Malayos Unidos, el partido conservador que, hasta las elecciones legislativas de 2022, ha gobernado de forma casi ininterrumpida el país–, encabezó una campaña especialmente peligrosa de naturaleza xenófoba y promovió el boicot a la cadena de tiendas en cuestión.
Con aproximadamente 32 millones de habitantes, Malasia es un reino de mayoría musulmana (60% de sus ciudadanos), pero que cuenta con otras importantes minorías religiosas: 20% de budistas, un 10% de cristianos –incluidos más de un millón de católicos–, o un 6,3% de hindúes. En cuanto a etnias, los malayos constituyen más de la mitad de la población; casi el 25% es de origen chino y un 7% tiene procedencia india.
El asunto de los calcetines blasfemos tenía todos los ingredientes para convertirse en una muy peligrosa bomba de relojería. En lo político, se produjo un fuerte choque en el Parlamento federal entre dirigentes del antes mencionado partido UMNO
y líderes del DAP (Partido de Acción Democrática), de centroizquierda y ligado a la población china, que consideró inaceptable la petición de boicot a la cadena de minitiendas. Las dos formaciones integran la coalición que sustenta el Gobierno que lidera el primer ministro Anwar Ibrahim, en un contexto de gran polarización política y fragmentación que ha sumido a Malasia en la mayor inestabilidad desde su proclamación de independencia en 1957.
Ante el cariz que fueron tomando los acontecimientos, el rey se vio obligado a llamar a capítulo a los dirigentes tanto del UNNO como del DAP, incluido el irredento Mohamed Akmal Saleh, a los que reunió días atrás en Palacio. El monarca reclamó a los políticos que se abstengan de proferir ninguna «opinión extrema» sobre cuestiones relacionadas con la raza o la religión, llamó a la población a la calma y exigió responsabilidad a todos ante asuntos tan sensibles.
«Con toda mi capacidad, preservaré en todo momento el islam y defenderé firmemente una administración justa y la paz en el país». Ésta fue una de las promesas de Ibrahim Iskandar en el discurso que pronunció con motivo de su proclamación como 17º Agong –equivalente a rey– de Malasia. Estamos ante la única Monarquía electiva rotatoria del mundo. Los reyes ostentan la jefatura del Estado durante periodos no prorrogables de cinco años, tras ser elegidos para el cargo en una votación en la que participan los nueve sultanes con los que cuenta Malasia –confederación de 13 estados y tres territorios federales–.
Los sultanes malasios tienen, entre sus prerrogativas constitucionales, la de ser líderes espirituales de la rama del islam local, algo que, como subrayan los especialistas, ha supuesto un muro de contención en la nación contra la propagación del extremismo religioso que afecta a otros territorios vecinos.
El episodio de los calcetines demuestra hasta qué punto puede saltar en cualquier momento la chispa del fanatismo. Y, de hecho, no se habían apagado aún los rescoldos de este caso cuando en algunos puntos del país la policía comenzó a recibir denuncias de ciudadanos que protestaban, según los periódicos locales, porque en algunas tiendas se vendían zapatos en cuyas suelas había supuestos logotipos estilizados que de nuevo se asemejaban a la caligrafía árabe para referirse a Dios.