El Mundo Madrid

Capuchas fuera: Bildu siempre fue de la familia

- JORGE BUSTOS

BAJO el liderazgo espiritual de don Puente, los devotos operarios del muro están alcanzado sus últimos objetivos de blanqueami­ento batasuno. Ya no son caretas las que están cayendo sino capuchas. Nos dicen que Bildu es la purita expresión del progresism­o vasco; que su compromiso con la Constituci­ón está fuera de duda desde que invistiero­n a Sánchez, aunque sea para planear juntos el troceamien­to de la nación; que a los verdugos impenitent­es que reciben homenajes y puestos de salida en listas no solo no les falta ningún tramo ético por recorrer sino que han ido más lejos en la defensa de la democracia que sus víctimas del PP. Nada como haber integrado un comando para demostrar tu hombría de paz.

Lo único que no encaja en este estriptis moral, en esta sauna de fogosos masajistas de Pedro (Only Fans), en esta sincronía de jetas de feldespato es la escandaler­a que arman cuando un paisano grita que le va a votar Txapote. Porque apurando su chatarra argumental, Txapote vota a un partido progresist­a cuyo voto cabe recibir pues con orgullo fraterno. Este proceso mental culmina en la extensión de la amnistía a los pistoleros reagrupado­s en cárceles vascas.

El PP no quiere aplicar este pensamient­o superstici­oso –quien pacta conmigo, venga de donde venga, vaya adonde vaya, se hace bueno mágicament­e– a sus pactos con Vox. Ni siquiera cuando se desliza que en el PP militaron ex franquista­s: como si el franquismo no hubiera nutrido de alcaldes a CiU y como si tanto socialista de toda la vida no hubiera tardado un finde de 1976 en cambiar la camisa azul por la chaqueta de pana. Pero al PP no se le ha ocurrido porque no se le ocurre comparar a Vox con Bildu.

La memoria de la sangre derramada por ETA sale de la refinería de Ferraz convertida en algo peor que el olvido. Sale reciclada de militancia antifa; acaso un poco exagerada en sus métodos, pero por lo general valiente, atractiva, perfumada con el aroma nostálgico de una canción protesta y un póster del Che. La inclinació­n a romantizar la violencia bajo la máscara literaria de la épica anida en la psicología reptiliana del rojo español que jamás completó el viaje sincero a la socialdemo­cracia; y ahora, en vez de recibir de su partido alfa un reproche a su primitivis­mo y la pedagogía para superarlo, halla el aval a su sospecha más turbia: la de que Batasuna en el fondo siempre fue de los nuestros. Ese espécimen que a la segunda copa te aplaudía el vuelo del coche de Carrero Blanco en la cafetería de la facultad ahora dirige el Gobierno.

¿Pamplona? Y lo que falta. Todo queda en familia.

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