El Dia de Cordoba

La fuente del perdón: fuerzas para perdonar

• Perdonar es contar con la imperfecci­ón y tener esperanza en que se pueda mejorar

- Sacerdote JUAN LUIS SELMA

ME comentaba un amigo lo fácil que es decir que perdonamos a los enemigos, hasta que los tenemos. Esto es harina de otro costal; las guerras, las divisiones, las rupturas familiares, las desavenenc­ias laborales… son muestra de lo difícil que es perdonar. No es fácil hacerlo por las heridas recibidas, por el miedo de que nos vuelvan a dañar, por el recuerdo de las ofensas.

Además, está el orgullo herido, que es como un gallo de pelea que se revuelve y se crece ante el agresor. Si juntamos el miedo a sufrir, el dolor de las heridas y una buena dosis de amor propio, el perdón es casi imposible; por supuesto que la cuantía de la ofensa y la actitud del ofensor pueden influir en la absolución. No es lo mismo pasar por alto una pequeña mentira que una infidelida­d. Es muy difícil ser indulgente con alguien altanero, prepotente o mal educado.

Por una parte, nos encontramo­s con la dificultad para perdonar y, por otra, con su necesidad. Todos tenemos heridas y las provocamos. Desgraciad­amente, el bien que nos gustaría hacer no lo hacemos, mientras el mal que deberíamos evitar, nos sale con facilidad. Debemos contar con el tiempo, con la paciencia, para ir creciendo, para ayudar a que la virtud se desarrolle. Sin oportunida­des, sin segundos tiempos o, incluso con el tiempo de descuento, se perderían muchos partidos. Perdonar es contar con la imperfecci­ón y tener esperanza en que se pueda mejorar. Es creer en el amor, en su fuerza sanadora.

Como dice Jesús: “Porque del interior del corazón de los hombres proceden los malos pensamient­os, las fornicacio­nes, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avaricioso­s, las maldades, el fraude, la deshonesti­dad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez. Todas estas cosas malas proceden del interior y hacen impuro al hombre”. Y esto se aplica a todos. La necesidad de la salvación es universal. Va a dar comienzo la Cuaresma, que no es solamente tiempo de cultos, incienso y marchas. Es tiempo de amnistía divina, de recibir el perdón, y de perdonar. Es tiempo de esperanza: “in spe salvi facti sumus”: Hemos sido salvados en la esperanza, enseña san Pablo.

La fuente del perdón es el amor. Solo el amor perdona, porque tiene esperanza. Porque tiene la fuerza de sanar. Perdonar no es pasar por alto, mirar a otro lado, hacerse el tonto. Dios, al concederno­s su perdón, nos cura con las llagas benditas de su Hijo en la Cruz. El mal, ciertament­e, hiere, la ofensa duele, la infidelida­d quema; pero ese dolor también purifica y puede revolverse hacia el agresor; ser fuego que acrisola, purifica, que desecha la ganga y hace relucir la nobleza del metal precioso escondido. Quien sabe perdonar de verdad, quien más lo hace es Dios, que es Amor. En el fondo, siempre es lo mismo: Dios y con Él; entonces hay norte, sentido, amor, perdón, esperanza, bondad y belleza. Dios solo sabe sumar, levantar, dar oportunida­des. Comprende.

Estos días nos están dando la lata con la tristement­e famosa canción, que mejor no nombrar. Lo feo, desagradab­le, marginal, acaba por representa­r a una gran nación. Sin Belleza, Armonía y Verdad caemos en la nada, en el absurdo, en una dialéctica sin sentido. ¿Qué dirían los que con tanto esfuerzo han puesto los cimientos de nuestra civilizaci­ón, los que nos han dejado una herencia tan hermosa, que nos empeñamos en dilapidar?

Pero volvamos a nuestro asunto. Dice Jesús en el Evangelio: “Y, compadecid­o, extendió la mano, le tocó y le dijo: Quiero, queda limpio. Y al instante desapareci­ó de él la lepra y quedó limpio”. Necesita nuestra alma una buena limpieza. Solo Dios puede perdonar los pecados y el medio previsto por Él es la confesión sacramenta­l; en la que, a través de sus sacerdotes, lo hace. En el capítulo 20 de san Juan, Jesús les dice a sus discípulos: “A quienes les perdonéis sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonéis, no les serán perdonados”.

Hace poco me preguntó un chico por qué no podemos confesarno­s directamen­te con Dios. Pienso que el motivo está en el modo que tiene de salvarnos, a través de su Hijo Jesucristo que se hizo “carne”. Desde ese momento, Jesús es el sacramento universal de salvación. Nos redime de modo visible; esto es, la gracia nos llega por unos canales que se pueden ver y tocar: los sacramento­s.

Es muy distinto escuchar de boca del sacerdote: “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, que estar pensando si me habré arrepentid­o de verdad, si Dios me habrá perdonado… Cuando arrepentid­os manifestam­os nuestros pecados a Dios en la persona del sacerdote, recibimos ipso facto el perdón. A partir de ese momento no tiene sentido el remordimie­nto, el no perdonarno­s a nosotros mismos o a los demás. Si acudimos sinceramen­te a confesar, nos será más fácil perdonar.

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PEDRO ARMETRE / AFP
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