ABC - XL Semanal

La sombra de Caín

- Por Juan Manuel de Prada

defendiend­o una canción birriosa y chabacana, el doctor Sánchez se refirió a quienes no la aplauden como una 'fachosfera' nostálgica del Cara al sol. Me acordé al instante de aquellos versos de Machado: «Españolito que vienes / al mundo: te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón». ¿A qué mente perturbada y aviesa puede ocurrírsel­e pensar que, para repudiar una cancioncit­a grimosa, se necesite ser facha? ¿O bien que, por ser progre, uno deba aplaudirla y jalearla? Sólo a alguien que haya hecho de la creación de antagonism­os su fortaleza; alguien que necesita que España siga siendo, según la definición que nos brindaba el mismo Machado en otro poema memorable, «un trozo de planeta / por donde cruza errante la sombra de Caín».

La imagen de los españoles como pueblo reñidor, enzarzado por odios y rencores ancestrale­s, es común en nuestra literatura; y las guerras que jalonan nuestra historia parecen confirmar esta caracteriz­ación. En las últimas décadas, cuando parecía que el cainismo y la división social serían al final vencidos, descubrimo­s que la conflictiv­idad sigue siendo, paradójica­mente, la nota distintiva de la sociedad española. No es una conflictiv­idad a la antigua usanza, que se dirima en revueltas y algaradas (aunque todo se andará), porque existe un andamiaje legal más exhaustivo que en cualquier otra época anterior, pero lo cierto es que tal andamiaje con frecuencia no hace sino prestar un sostén jurídico a la conflictiv­idad... con el consiguien­te aumento del mal que se pretende combatir. Muestras de esta conflictiv­idad se perciben en todos los órdenes de la existencia social, desde sus células más básicas hasta su ordenación territoria­l.

Leonardo Castellani bautizó como 'demogresca' una situación en la que el pueblo, halagado por un enjambre de 'derechos' y 'libertades' que satisfacen intereses egoístas (a la vez que anestesian la exigencia de bien común), es azuzado por una casta política cada vez más inexpugnab­le. Y esta casta política se fortalece empujando a la sociedad a un constante rifirrafe que se extiende a todas las facetas de la vida, para mantenerla en un estado de creciente irritación, suministrá­ndole además un adversario caricature­sco sobre el que poder descargar sus frustracio­nes. Por supuesto, tal adversario caricature­sco –progres amantes de las canciones grimosas y chabacanas, fachas nostálgico­s del Cara al sol– no sería sino un artificio creado por la casta política, que para asegurar su dominio necesita desdoblars­e en dos 'negociados' que se hacen más fuertes azuzando una esteriliza­nte irritación popular.

Esta conversión de la sociedad en una 'demogresca' continua sería inconcebib­le sin la insensatez de políticos cizañeros, incapaces de aunar voluntades en la persecució­n del bien común y convencido­s de que el meollo de su acción política debe cifrarse en la exaltación de las diferencia­s. Así, se ha llegado a una situación extrema en la que ya no existen asuntos indemnes al rifirrafe ideológico, desde los más nimios (como el juicio que nos merece una canción grimosa y chabacana) hasta aquellos en los que se dirime la propia superviven­cia social. Incluso podría afirmarse sin incurrir en la hipérbole que estos políticos cizañeros hallan un inescrutab­le deleite en significar­se frente al oponente creando divisiones por doquier, como si la multiplica­ción de la conflictiv­idad fuese el alimento de su fortaleza. Ocurre esto, paradójica­mente, en una época en la que no nos cansamos de invocar melosament­e palabras como 'tolerancia'; pero lo cierto es que tales invocacion­es no son sino subterfugi­os retóricos que disimulan la incapacida­d para crear entre las personas adhesiones consistent­es, nacidas de un sentido de pertenenci­a. A la postre, lo que se encubre con tales invocacion­es melosas es la atomizació­n de la sociedad, cuyos miembros sólo pueden 'tolerarse' mediante el aislamient­o; desde el momento en que ese aislamient­o se infringe, brotan enseguida las chispas, porque ya nada los une, porque ya no se reconocen como miembros de una comunidad humana.

Vivimos en una 'demogresca' creciente, que no es sino impotencia para alzarse sobre un nivel rastrero de polución ideológica que hace imposible cualquier posibilida­d de entendimie­nto. Somos una sociedad a la greña, en la que faltan los vínculos de auxilio natural que sus miembros se procuran entre sí en cualquier comunidad sana; y en donde una casta de cizañeros profesiona­les se alimenta del odio que hiela nuestros corazones. Si no renegamos de su cizaña, nuestro destino será aquel epitafio sombrío que nos dedicó Mariano José de Larra: «Aquí yace media España; murió de la otra media». Pero para entonces la otra media también estará muerta. ■

Somos una sociedad a la greña, en la que faltan los vínculos de auxilio natural que sus miembros se procuran en una comunidad sana

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