ABC - XL Semanal

Paraguas, calcetines, gafas

- por Isabel Coixet

creo que podría llenarse una habitación entera con todos los paraguas, calcetines y gafas que he perdido en la vida. En general perdemos justamente aquellas cosas que son más valiosas para nosotros: los calcetines de lunares que alguien nos trajo de Japón, las gafas que acabamos de estrenar, el paraguas con luz en el mango, rollo Blade Runner, que tanto nos costó obtener. Y, en cambio, no hay manera de librarse de los calcetines con tomates, los paraguas con las ballenas rotas y las gafas con las que nos vemos como una descendien­te de Las chicas de oro. Todas esas cosas se pasean por los armarios y los cajones aferrándos­e a ellos, resistiénd­ose a desaparece­r de nuestras vidas. Pasa lo mismo con los recuerdos: ¿cuántas veces nos despertamo­s por la mañana habiendo soñado con alguien que nos importa bien poco? O ¿cuántas veces, de repente, en medio de un trayecto en avión, nos viene a la memoria un recuerdo embarazoso de cuando metimos la pata hasta el fondo en una discusión o mentimos sin saber por qué y sin ningún motivo en una conversaci­ón casual? Igual que los cúmulos de grasa y otras porquerías circulan libremente por nuestro organismo listos para provocarno­s un ictus el día menos pensado, cargamos con nosotros miles de cosas, datos, gestos, personas, textos, imágenes que no nos benefician en nada, que ponen la zancadilla a nuestros pensamient­os, que nos entristece­n, que nos enfadan. Y cuanto más deseamos librarnos de ellos, más se obstinan en quedarse. Cuando pienso en la inteligenc­ia artificial, se me ocurre que quizás una solución para todo este caos mental sería (como apuntaron los de la serie británica Years and years) transferir a un cerebro externo sólo nuestras cosas buenas, lo mejor de cada uno de nosotros: esas mañanas de abril con sol y fresquito vivificant­e que pasamos en una plantación de lavanda; los recuerdos más vivos de las personas que ya no están; las mejores páginas que hemos leído (o las que más nos han marcado); los momentos en que aparcamos la tristeza y la melancolía y, por un breve segundo, sentimos que la vida es formidable y merece la pena; todas las canciones de nuestras playlists favoritas. Ese cerebro externo sería un destilado de nosotros, sólo con lo bueno, desechando la basura que flota en nosotros amargándon­os la existencia para nada. Pero entonces, si sólo recordáram­os los grandes momentos escogidos de nuestra existencia, ¿podríamos sentirlos tan plenos como cuando podíamos compararlo­s con los malos? ¿Necesitamo­s los bajones para experiment­ar los subidones? No tengo respuestas, pero no creo que en un futuro próximo me dedique a tener un cerebro en la nube lleno de grandes hits y otros éxitos.

Acabo estas líneas con unas horrorosas gafas puestas de las que hace veinte años intento librarme. Parezco Sophia –la mayor de las Golden Girls (Estelle Getty, que en realidad no era mucho más mayor que las otras 'chicas')– y me digo que, después de todo, hay cosas y personas mucho peores a las que parecerse. ■

Todas esas cosas se pasean por los armarios y los cajones aferrándos­e a ellos, resistiénd­ose a desaparece­r de nuestras vidas. Pasa lo mismo con los recuerdos

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