Compartir sólo lo bueno
Compartir sólo lo bueno con la persona amada es renunciar a lo mejor. Es perderle el tacto a la maravillosa textura de la vida, compuesta de hilos sedosos y ásperos
CUANDO mi mujer tiene una inquietud, se vuelve extremadamente locuaz conmigo. Y además de manera inmediata. La forma que tiene de sacarse ese malestar que la reconcome es manifestármelo enseguida. A veces, lo confieso, a mi pesar, pues lo último que me apetece es más dolores de cabeza. Sin embargo, para ella es terapéutico e intento prestarle toda mi atención. En ocasiones, las conversaciones parecen simulaciones de protestas que asegura que va a manifestar a otras personas. Por supuesto, luego no lo acaba haciendo, y menos en la forma ruda en que me las expone a mí. Intuyo que es, de hecho, su estrategia para evitarlo.
Yo reacciono de forma muy diferente a la preocupación. Me la meto dentro y empiezo a darle vueltas, con el resultado involuntario de que me vuelvo ausente. Digo involuntario porque trato, de hecho, de ocultarlo a toda costa. Lo último que quiero es que me pregunten qué me ocurre. Sin embargo, mi mujer tiene una insospechada capacidad de escanear mis pensamientos. «A ti te pasa algo», me dice enseguida, en cuanto un nubarrón se me cruza por la cabeza. Mi primera reacción es negarlo, por supuesto. Y, por supuesto, ella no se lo cree: «ya me lo contarás». Porque al final efectivamente se lo cuento. Y cuando lo hago experimento el mismo efecto rehabilitador que, pienso, ella logra conmigo. Decepción o zozobra compartida, crispación atenuada.
Todo esto lo cuento por la cada vez más pujante tendencia de las parejas que no conviven. Recientemente leía un reportaje con el testimonio de varias de ellas. No compartían piso y no tenían ninguna intención de hacerlo. En general lo que me pareció que buscaban todas es preservar su relación del desgaste de la cotidianidad. Unas incidían en que es la mejor forma de conservar la pasión. Otras en que favorece la independencia y evita la aparición de problemas de convivencia. Y otras aludían precisamente a la contaminación de las preocupaciones diarias. La conclusión a la que llegaban todas es que las relaciones íntimas se disfrutan más y tienen más probabilidades de perdurar aislándolas de las cargas, los disgustos y las contrariedades de la vida real.
No soy quién para decir si esta suerte de amor-burbuja, extirpado del contexto de la vida real, es verdadero amor o en realidad más bien amor a uno mismo a través del otro: un selfi sentimental con la complicidad necesaria de la pareja. Tampoco para negar que sea una buena estrategia de supervivencia para las relaciones, aunque sinceramente lo dudo. Lo que sí puedo asegurar es que no querría para mí una relación arrancada de los días grises. Compartir solo lo bueno es renunciar a lo mejor. Evitar el roce del cariño es privarse del cariño del roce. Y es perderle el tacto a la maravillosa textura de la vida, compuesta de hilos sedosos y ásperos, de luces y sombras, de mañanas y noches, de alegrías y penas, de lujo y contención, de alboroto y silencio. Un contraste sin el cual somos mucho menos capaces de apreciar la suerte y la belleza.