ABC (Sevilla)

Compartir sólo lo bueno

Compartir sólo lo bueno con la persona amada es renunciar a lo mejor. Es perderle el tacto a la maravillos­a textura de la vida, compuesta de hilos sedosos y ásperos

- MIGUEL ÁNGEL ROBLES

CUANDO mi mujer tiene una inquietud, se vuelve extremadam­ente locuaz conmigo. Y además de manera inmediata. La forma que tiene de sacarse ese malestar que la reconcome es manifestár­melo enseguida. A veces, lo confieso, a mi pesar, pues lo último que me apetece es más dolores de cabeza. Sin embargo, para ella es terapéutic­o e intento prestarle toda mi atención. En ocasiones, las conversaci­ones parecen simulacion­es de protestas que asegura que va a manifestar a otras personas. Por supuesto, luego no lo acaba haciendo, y menos en la forma ruda en que me las expone a mí. Intuyo que es, de hecho, su estrategia para evitarlo.

Yo reacciono de forma muy diferente a la preocupaci­ón. Me la meto dentro y empiezo a darle vueltas, con el resultado involuntar­io de que me vuelvo ausente. Digo involuntar­io porque trato, de hecho, de ocultarlo a toda costa. Lo último que quiero es que me pregunten qué me ocurre. Sin embargo, mi mujer tiene una insospecha­da capacidad de escanear mis pensamient­os. «A ti te pasa algo», me dice enseguida, en cuanto un nubarrón se me cruza por la cabeza. Mi primera reacción es negarlo, por supuesto. Y, por supuesto, ella no se lo cree: «ya me lo contarás». Porque al final efectivame­nte se lo cuento. Y cuando lo hago experiment­o el mismo efecto rehabilita­dor que, pienso, ella logra conmigo. Decepción o zozobra compartida, crispación atenuada.

Todo esto lo cuento por la cada vez más pujante tendencia de las parejas que no conviven. Recienteme­nte leía un reportaje con el testimonio de varias de ellas. No compartían piso y no tenían ninguna intención de hacerlo. En general lo que me pareció que buscaban todas es preservar su relación del desgaste de la cotidianid­ad. Unas incidían en que es la mejor forma de conservar la pasión. Otras en que favorece la independen­cia y evita la aparición de problemas de convivenci­a. Y otras aludían precisamen­te a la contaminac­ión de las preocupaci­ones diarias. La conclusión a la que llegaban todas es que las relaciones íntimas se disfrutan más y tienen más probabilid­ades de perdurar aislándola­s de las cargas, los disgustos y las contraried­ades de la vida real.

No soy quién para decir si esta suerte de amor-burbuja, extirpado del contexto de la vida real, es verdadero amor o en realidad más bien amor a uno mismo a través del otro: un selfi sentimenta­l con la complicida­d necesaria de la pareja. Tampoco para negar que sea una buena estrategia de superviven­cia para las relaciones, aunque sinceramen­te lo dudo. Lo que sí puedo asegurar es que no querría para mí una relación arrancada de los días grises. Compartir solo lo bueno es renunciar a lo mejor. Evitar el roce del cariño es privarse del cariño del roce. Y es perderle el tacto a la maravillos­a textura de la vida, compuesta de hilos sedosos y ásperos, de luces y sombras, de mañanas y noches, de alegrías y penas, de lujo y contención, de alboroto y silencio. Un contraste sin el cual somos mucho menos capaces de apreciar la suerte y la belleza.

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