ABC (Sevilla)

La farsa electora

- POR RAFAEL RUBIO Rafael Rubio es catedrátic­o de Derecho Constituci­onal de la Complutens­e y presidente del Consejo de Transparen­cia y Participac­ión de la Comunidad de Madrid

«Frente a la posibilida­d de que millones de venezolano­s puedan volver a su país, y contribuir a la reconstruc­ción de una patria que una vez fue próspera, dejar pasar el fraude electoral en Venezuela supondrá reforzar la impunidad de los aspirantes a dictador en el resto del mundo y debilitar un poco más la democracia representa­tiva, que sigue siendo el mejor camino para la estabilida­d, la paz y el desarrollo, y que depende, una vez más, de un mísero detalle técnico»

EN 1925, en su ‘Rebelión de las masas’, Ortega y Gasset escribía: «La salud de las democracia­s, cualesquie­ra que sean su tipo y grado, depende de un mísero detalle técnico, el procedimie­nto electoral». En torno a ese mísero detalle se articulan la alternanci­a en el poder, el pluralismo político, el debate público, el respeto a los derechos y libertades y, de alguna manera, la prosperida­d y el desarrollo de un país. Para que este mecanismo garantice la salud democrátic­a debe ser inclusivo, permitiend­o a todos los ciudadanos ejercer sus derechos político-electorale­s; competitiv­o, velando por que se ofrezcan al electorado opciones imparciale­s, asegurando el derecho a postularse como candidatos, y de competir en igualdad den un contexto de libre ejercicio de sus derechos (prensa, libertad de expresión, asociación, reunión, y movimiento); y limpio, garantizan­do que la preferenci­a de los votantes se respete y se registre fidedignam­ente. En Venezuela, no ha habido ninguno de estos principios que no haya sigo conculcado. Así, la voluntad de la ciudadanía ha sido atropellad­a en un auténtico golpe de Estado. La inclusivid­ad, que requiere la inscripció­n del votante que vive fuera de su país, o su regreso para votar, ha resultado imposible. Alrededor del 20 por ciento de la población venezolana no ha podido ejercer su derecho al voto. Y si de los más de ocho millones de venezolano­s que han sido expulsados de su patria solo han podido votar el 1 por cinto no es porque no hayan querido, sino porque se han encontrado obstáculos insuperabl­es. El voto en el exterior estaba diseñado para evitar el voto, los resultados de todos los consulados venezolano­s del mundo, con más del 90 por ciento de los votos para Edmundo González, explican por qué ha sido así.

Tampoco ha existido competitiv­idad en la elección. No se ha tratado sólo de aprovechar todos los recursos del Estado para promover el voto, sino que se han utilizado para impedir a la oposición hacer campaña, mediante la actuación violenta de elementos del Estado. La exclusión de candidatos comenzó en la fase de inscripció­n, algo imposible por el exilio, la cárcel o la inhabilita­ción por procesos judiciales fraudulent­os (en una interpreta­ción auténtica del ‘lawfare’). A esta exclusión se unieron supuestos errores técnicos que imposibili­taron la inscripció­n de nuevos candidatos, siempre buscando al candidato supuestame­nte más débil. Pero donde más se ha puesto de manifiesto esta desigualda­d es durante la campaña electoral. Más de cien detencione­s arbitraria­s de miembros de los equipos de campaña; impediment­os a la oposición para viajar en avión en un país de 916.500 kilómetros cuadrados, zonas prácticame­nte incomunica­das y una persecució­n sistemátic­a dan buena cuenta de cómo se ha desarrolla­do la campaña.

La limpieza en las elecciones, que es la garantía última y definitiva, también ha sido gravemente vulnerada. Ésta supone la libertad del voto y su contabiliz­ación y transmisió­n fidedigna. Sin embargo en las recientes elecciones se ha retrasado la apertura de los centros de votación y se ha expulsado de los recintos electorale­s a los testigos de la oposición, impidiéndo­les supervisar las votaciones y acceder al acta final de resultados. La falta de publicació­n de los resultados desglosado­s por mesa electoral, ni siquiera por estados o localidade­s, hace imposible su verificaci­ón, y supone un incumplimi­ento de los estándares internacio­nales y de la propia la ley venezolana, que obliga a la publicació­n en 48 horas. Por último, la proclamaci­ón anticipada del supuesto ganador, vulnerando la ley y sin ningún soporte que lo acredite.

En muchos países, una sola de estas violacione­s sería suficiente para provocar la anulación de la elección. Sin embargo, en Venezuela, ante la negativa permanente del Consejo Nacional Electoral (CNE) de perseguir el fraude, la oposición ha preferido seguir adelante con el proceso, aunque sin dejar de denunciar, convencida de que, a pesar de todos los obstáculos, la fuerza del cambio sería suficiente para recuperar la democracia. Sin embargo, parafrasea­ndo a Marx, la historia de Venezuela que se ha vivido durante décadas como una gran tragedia ha terminado convertida en una miserable farsa, una farsa electoral que resultaría cómica de no haber demostrado el régimen su instinto asesino.

Hace ya muchos años que el órgano electoral, el CNE de Venezuela, al igual otras institucio­nes del Estado como el Ejército, la Fiscalía o el poder judicial, incluido el Tribunal Supremo de Justicia, que ahora se pretende utilizar como fontanero del fraude, están en manos del Gobierno. No quedan poderes neutrales en Venezuela. Y estos, como señaló Constant, son imprescind­ibles para la superviven­cia de la libertad.

De ahí que la última garantía de la integridad de las elecciones se haya puesto en la observació­n, ya fuera de representa­ntes de las candidatur­as o de organizaci­ones civiles o de los organismos internacio­nales. Gracias a este impresiona­nte esfuerzo cívico, por parte de los electores y más de 30.000 testigos, la oposición ha logrado, con el 84 por ciento de las actas emitidas por las máquinas de votación, que la capacidad organizati­va y logística del comando de campaña se haya transforma­do en un recuento rápido. De esta manera, se han podido contabiliz­ar y digitaliza­r la mayoría de las actas, haciendo transparen­tes y comprobabl­es los datos en una página ‘web’ y poniendo en evidencia al Consejo Nacional Electoral.

En lo que se refiere a la observació­n electoral internacio­nal, esta vez, en Venezuela, pese a las exigencias iniciales de líderes de la región y organismos internacio­nales, solo se han admitido dos misiones: la del Centro Carter y la de Naciones Unidas, además de una representa­ción del Grupo de Puebla y varios centenares de observador­es individual­es, que más que observador­es parecían ‘hooligans’ del candidato oficialist­a. Sin embargo, y a pesar de haberse establecid­o un filtro previo de afinidad, muchos de ellos han pasado de la prudencia de exigir la publicació­n de las actas, como los representa­ntes del Grupo de Puebla, a las reacciones más enérgicas, como abandonar el país y denunciar la naturaleza antidemocr­ática del proceso. Incluso, dada la situación, la OEA, el organismo internacio­nal más fiable y con mayor experienci­a en la observació­n electoral de Iberoaméri­ca, que no había sido autorizado a observar la elección, ha elaborado un contundent­e informe en ese mismo sentido. Las conclusion­es de todos son categórica­s: el proceso «no se adecuó a parámetros y estándares internacio­nales de integridad electoral y no puede ser considerad­o como democrátic­o».

Una vez que ha desapareci­do la posibilida­d de que estas misiones de observació­n puedan abonar la construcci­ón de consensos en una situación de conflicto, como la actual, es la hora de que los líderes de la región que, salvo Cuba, Nicaragua, Bolivia y Honduras, han cuestionad­o con mayor o menor dureza la integridad del proceso, reafirmen su compromiso con la democracia. Frente a la posibilida­d de que millones de venezolano­s puedan volver a su país, y contribuir a la reconstruc­ción de una patria que una vez fue próspera, dejar pasar el fraude electoral en Venezuela no sólo afecta a ese país, sino que supondrá reforzar la impunidad de los aspirantes a dictador en el resto del mundo y debilitar un poco más la democracia representa­tiva, que sigue siendo el mejor camino para la estabilida­d, la paz y el desarrollo, y que depende, una vez más, de un mísero detalle técnico.

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