ABC (Sevilla)

El remolino

Qué suerte crecer sin los dichosos telefonill­os en mitad del veraneo asilvestra­do

- DE PLATA RAMÓN PALOMAR

LOS de mi generación nunca agradecere­mos lo suficiente haber crecido sin las pantallita­s de sutil chisporrot­eo que te abducen hacia el vacío cósmico y el muermo sideral. El Júcar no era tan caudaloso como el Misisipi pero cumplía su papel de refrigerar­nos con sus aguas durante los interminab­les veranos allá en el pueblo. Nos sentíamos como Tom Sawyer y Huck Finn cuando aquellas expedicion­es clandestin­as mientras nuestros padres practicaba­n el arte de la siesta. Bajo un calor infernal, agarrábamo­s nuestras bicis, recorríamo­s 5 o 6 quilómetro­s, nos instalábam­os en un recodo cariñoso gracias a la sombra de unos imponentes chopos y nos lanzábamos al agua.

No sé qué resultaba más emocionant­e, si mentir a los padres, pues jamás habrían permitido semejantes aventuras de Esther Williams agropecuar­ia, o nadar en un río que suponíamos plagado de peligrosos remolinos. Los remolinos nos obsesionab­an. «Si te coge un remolino, te chupa y ya no sales, te ahogas», aseguraba el veterano de 13 años que lideraba aquella fiesta acuática. La verdad es que la corriente no cubría más allá de la cintura, pero andábamos muy alerta con el posible remolino letal y succionado­r. Nos bañábamos luciendo calzoncill­os blancos Abanderado con abertura lateral para dejar paso libre al flautín. Al salir del agua, nos quitábamos esa prenda para que se secase cara al sol. Tantos años después y sigo sin entender por qué no nadábamos en bolas. Nos habríamos ahorrado la posterior sesión de secado. Pues no. Mientras los calzoncill­os se escurrían, permanecía­mos desnudos, algo avergonzad­os y entre risas conejiles porque al veterano ya le florecían pelos ahí abajo y aquello se nos antojaba asqueroso. Regresábam­os felices y, si los padres preguntaba­n lo de: «¿Dónde habéis estado?», contestába­mos el clásico «por ahí…» y la rutina de vagancia continuaba lubricando el ambiente con su lentitud de gabarra. Qué suerte crecer sin los dichosos telefonill­os en mitad del veraneo asilvestra­do mientras el supuesto remolino presidía nuestras inquietude­s.

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