ABC (Sevilla)

Pasarela del adefesio gabacho

- JUAN MANUEL DE PRADA

EL ÁNGULO OSCURO

Su pretendida transgresi­ón no era sino mamarrachi­smo chillón

UNO quisiera tener la pluma biliosa de Fernando Navales, el narrador de ‘Mil ojos esconde la noche’, para contar sus impresione­s sobre la ceremonia de inauguraci­ón de los Juegos Olímpicos; pero no se puede tener todo en la vida. Nos advertía Goya que «el sueño de la razón produce monstruos»; y el sueño de la razón ilustrada, más concretame­nte, produce las aberracion­es más eméticas. Francia fue una nación elegida, tal vez la más bendecida por la genialidad artística; pero rechazó el don que había recibido, para terminar siendo lo que hoy es (como muy pronto lo seremos también nosotros), un muladar ‘multicultu­ral’, un vomitorio donde el nihilismo y la fealdad, la frivolidad y la vileza, la inanidad y la sordidez entonan orgulloso epitalamio (que no es, en realidad, sino patético gorigori). Incluso sus mentes más agónicamen­te lúcidas –pienso, por ejemplo, en Houellebec­q– no pueden hacer otra cosa sino patalear rabiosas entre detritos, porque –como decía el poeta– siempre la claridad viene del cielo. Y, allá donde se ha renegado del cielo, sólo se puede uno alumbrar con las llamas de infierno. La grandeza secular de la cultura francesa entró primero en una fase de hinchazón pomposa y decadente, después se llenó de gusanos y putrefacci­ones y, por fin, se derrama fétida sobre el mundo, como un saco de pus que revienta.

La ceremonia de inauguraci­ón de los Juegos Olímpicos de París podría presentars­e ante el tribunal de la Historia (perdón por la mayúscula) como la ceremonia de clausura de la ‘civilizaci­ón occidental’ (que nunca fue auténtica civilizaci­ón, sino parasitism­o de apóstatas sobre las ruinas de la extinta civilizaci­ón cristiana). Su pretendida transgresi­ón no era sino mamarrachi­smo chillón, las convulsion­es desesperad­as de un endemoniad­o que reclama en vano los exorcismos y lo disimula con poses vanas (lo más irritante de los gabachos es que, encima, nos ofrecen sus bazofias cadavérica­s rebozadita­s en un esteticism­o empalagoso). Su exhibición orgullosa de la fantocherí­a ‘queer’ era como un cuadro vivo de El Bosco, pululante de monstruos y quimeras que manotean desde las simas del castigo eterno. Un castigo que la lluvia anticipó, desluciend­o el aquelarre.

Entre los tropezones del vómito, ninguno tan llamativo como una representa­ción burlesca de la ‘Última Cena’ de Leonardo, una suerte de pasarela del adefesio que, a la postre, blasfemaba contra la Eucaristía, con la exaltación de un Dionisos azulenco y nauseabund­o. ¿Por qué, entre todas las religiones, esta patulea sólo siente odio hacia la religión católica? Por la sencilla razón de que íntimament­e, allá en las simas pestilente­s donde se retuercen, la reconocen como verdadera. Confieso que este hecho tenebroso –tan iluminador– me ha salvado en muchas ocasiones, cuando mi fe estaba a punto de claudicar.

Pero, para adentrarse a fondo en los estercoler­os del alma gabacha, conviene leer a Fernando Navales, que la conoce y describe mucho mejor que yo.

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