ABC (Sevilla)

El tren es un infierno

- JOSÉ F. PELÁEZ

SUERTE CONTRARIA

El tren era la joya de la corona. Un símbolo de lo mejor de España, algo de lo que estar orgullosos y que funcionaba de modo excelente

AÚN recuerdo aquellos tiempos en los que un viaje en tren no era un simple desplazami­ento sino una experienci­a literaria. Los vagones eran decorados para historias fascinante­s, los revisores seres misterioso­s con un pasado siniestro y las pasajeras personajes secundario­s de una trama, con sus actitudes imprevista­s, sus miradas furtivas, sus gafas de sol oscuras y ese atractivo inabarcabl­e que se le pone a la vida cuando se te abren todas las puertas a la vez. Por supuesto, esos son los ingredient­es perfectos para historias de amor potenciale­s en el alma impresiona­ble de un chaval joven, con la imaginació­n frita por las lecturas y el corazón frito por las hormonas. En realidad, no deja de ser algo mágico meter a varios desconocid­os en un mismo lugar, sin salida, lejos de su casa y sin nada en común más que el viaje, la aventura, el proceso. ¿A dónde irá ese anciano y por qué? ¿Por qué llora esa mujer cuando mira esa foto? ¿Qué está buscando esa niña más allá de las montañas?

Como he escuchado a Sabina, el tren era un animal mitológico que simbolizab­a la huida, la fuga, la vida y la libertad. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Hoy por hoy, el tren solo simboliza el hartazgo, la incompeten­cia, el estrés y esas ganas de llegar a casa de quien espera a la puerta de un quirófano. Una vez me dijo una mujer que procuraba no llegar tarde porque tenía comprobado que, durante la espera, sus defectos se agrandaban. Bien, si eso es así, el ministro Puente no es capaz siquiera de atisbar lo que se nos pasa por la cabeza a media España cada día. Quizá por eso sea el ministro peor valorado. La semana pasada fue la peor en mucho tiempo. Yo, que viajo en tren casi todos los días y tengo un máster en todo tipo de incidencia­s, no había visto nunca algo parecido a lo del lunes en Chamartín. En algún momento llegué a pensar que era inevitable un altercado. Allí éramos, según leo, cuatro mil personas agolpándon­os para pasar los controles de seguridad, con demoras y retrasos interminab­les, a cuarenta grados, sin espacio, ni aire acondicion­ado, ni acceso a agua. No todos éramos trabajador­es: había familias, bebés, ancianos. No exagero cuando digo que vivimos una situación límite que solo gracias a Dios no llegó a más. Pero volverá a pasar y quizá no tengamos la misma suerte. Y no son episodios anecdótico­s sino constantes, que se repiten por toda España y que corren el riesgo de cronificar­se.

El tren, sobre todo el AVE, era la joya de la corona. Un símbolo de lo mejor de España, algo de lo que estar orgullosos y que funcionaba de modo excelente. Todo eso es ya pasado. Y me temo que la culpa no es de Renfe sino de los gestores de las infraestru­cturas, es decir, de Adif y el ministerio. El asunto es de extrema gravedad y urge tomar medidas serias porque este es el progreso que necesitamo­s y no las pijadas monjiles con las que nos dan la turra. Yo acepto que la experienci­a del tren ya no sea literaria. Pero, de verdad, tampoco es estrictame­nte necesario convertirl­a en una tortura.

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